En este año, mientras continuamos con este tiempo de gracia del Avivamiento Eucarístico en los Estados Unidos y nos preparamos para el histórico Congreso Eucarístico Nacional en julio, dedicaré mi columna a una catequesis más profunda sobre el misterio de la Eucaristía y la Misa.
En la Plegaria Eucarística IV rezamos la siguiente petición: “Dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria”.
Evidentemente la Víctima a la que nos referimos es el sacrificio de la Eucaristía, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo que ofrecemos al Padre en nuestra celebración de la Misa.
Es una participación real en la Cruz de Jesucristo. Así pues, lo que pedimos al ser incluidos en este sacrificio y unirnos como el cuerpo místico de Cristo, es que nosotros “seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria”.
Se trata de un misterio muy profundo que exige una reflexión más a fondo mientras nos acercamos al tiempo de Cuaresma, un período que está profundamente impregnado de esta noción de sacrificio.
Al comenzar la Cuaresma, quiero invitarlos para que se comprometan más profundamente con la Sagrada Eucaristía, y para que vean la conexión entre el sacrificio que ofrecen cuando participan en la Misa, y los pequeños sacrificios que hacen cada día al tratar de vivir como discípulos.
En nuestro bautismo, somos configurados de manera única con Jesucristo como sacerdote, profeta y rey. Como cristianos bautizados, también estamos llamados a una misión profética y real, pero eso lo dejaremos para otro día. En esta ocasión, me gustaría centrarme específicamente en lo que la Iglesia llama “el sacerdocio común de todos los fieles”.
Para comprender nuestra identidad como cristianos configurados en Cristo sacerdote, necesitamos entender qué es lo que hacen los sacerdotes.
Desde el principio, el sacerdocio ha estado orientado hacia el sacrificio. Los sacerdotes del Antiguo Testamento eran los hombres que recibían las ofrendas del pueblo y ofrecían sacrificios al Señor en el templo. Día tras día, mes tras mes, año tras año, los sacerdotes ofrecían fielmente sacrificios al Señor.
Este es el ejercicio propio del sacerdocio que todos estamos llamados a vivir. Estamos llamados a ofrecer sacrificios; y en las circunstancias de nuestra vida, lo hacemos de muchas maneras.
Los esposos y las esposas están llamados a dejar de lado algunas de sus propias preferencias para cuidar de sus cónyuges y de sus hijos. Esta es una expresión de amor sacrificial.
Los sacerdotes son ordenados para vivir no para sí mismos, sino para el rebaño que se les ha sido confiado. De este modo, los sacerdotes conforman más su vida a la de Cristo, que no vino para ser servido, sino para servir y dar la vida por los demás.
Todos estamos llamados a vivir con sacrificio y a dar de nosotros mismos para ayudar a los necesitados y a los que viven al margen de la sociedad. La Iglesia nos pide que nos sacrifiquemos especialmente en los días de ayuno y abstinencia, y que demos limosna durante todo el tiempo de Cuaresma.
Todas estas son formas en las que podemos participar en el sacerdocio de Cristo como cristianos bautizados. Sin embargo, debemos recordar que nuestros sacrificios sólo tienen mérito en la medida en que están unidos al sacrificio único de Jesús, que se ofreció a sí mismo en la Cruz; es por eso que siempre acudimos a la Eucaristía.
Como ha enseñado claramente la Iglesia, la Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida cristiana. Esto significa que, si queremos vivir plenamente la vida cristiana, siempre empecemos con el sacrificio eucarístico y siempre nos dirijamos de nuevo al sacrificio eucarístico. Cada vez que vamos a Misa, deberíamos meditar sobre este misterio.
El domingo, por ejemplo, debemos acudir a Misa conscientes de los sacrificios que hemos hecho a lo largo de la semana – las ofrendas que hemos realizado y los sufrimientos que hemos aceptado. Estas cosas concretas dan expresión a nuestra propia ofrenda al unirnos a la ofrenda de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, en el altar durante la Misa.
Al comienzo de la liturgia de la Eucaristía, el sacerdote nos dice: “Oren hermanos, para que este sacrificio, mío y de ustedes, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”.
Cuando se celebra el sacrificio de la Misa, no es sólo el sacerdote quien actúa, sino todo el cuerpo místico de Cristo.
Tú, como cristiano bautizado, formas parte de ese cuerpo místico de Cristo. Tus sacrificios se unen al sacrificio de Cristo, para que “seamos en Cristo víctima viva”, para alabanza y gloria de Dios Padre.