A menudo he descubierto que cuando escucho, leo o pronuncio un texto sagrado de la liturgia o las Escrituras, una palabra o frase puede cobrar vida con un poder inesperado. Puede aportar perspicacia o comprensión. Puede traer consuelo o sanación. A veces me penetra el corazón y me lleva al arrepentimiento. Aunque puede ser un texto familiar, parece que lo estoy escuchando por primera vez. Sospecho que esta es una experiencia común para muchas personas de fe.
Hoy, al pronunciar las palabras de la consagración en la Misa, estas palabras me impresionaron poderosamente: “Tomen y beban todos de él, éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que se derrama por ustedes y por todos…” La sangre del Señor todavía se derrama por nosotros. Se derrama y se ofrece sacramentalmente en la Misa para nuestra salvación y redención.
Pero también se está derramando dentro y a través de los miembros de su cuerpo en los tiroteos masivos violentos y sin sentido que se han vuelto demasiado frecuentes en nuestro país. Esto es lo que me sorprendió cuando levanté el cáliz de la Preciosa Sangre en la Santa Misa.
El domingo 1 de septiembre, escuchamos de otro acto aterrador de brutal violencia armada cuando un conductor que pasaba por Odessa y Midland, Texas, mató al azar a al menos siete e hirió a muchos otros. En agosto, 22 personas fueron asesinadas a tiros en un Wal-Mart de El Paso y nueve más en un distrito histórico de Dayton, Ohio. Docenas más resultaron heridos en estos ataques. Los asesinatos en masa que involucran armas de fuego se han vuelto trágicamente comunes a medida que ocurren con mayor frecuencia en todo nuestro país.
No pretendo tener la solución a este complejo problema. Se han propuesto muchas soluciones y merecen consideración. Estas incluyen verificaciones de antecedentes más extenuantes para la compra de armas, limitar los tipos de armas disponibles para la compra, una mayor atención a los servicios de salud mental y otras propuestas de sentido común.
Depende de todos nosotros abordar las causas profundas de la violencia que es trágicamente sintomática de algo profundamente malo en nuestra sociedad. Se necesitará más que nuevas políticas y leyes para erradicar este problema. Requerirá un nuevo corazón. La violencia que estamos experimentando con tanta frecuencia habla de una pérdida de respeto por la dignidad de la vida humana en nuestra cultura de descarte. Habla de la existencia y el poder del mal en nuestra sociedad que ataca y destruye con tanta indiferencia indiscriminada y fría.
En lugar de aferrarnos a la defensa egoísta de nuestro statu quo, recemos para que nuestras mentes y corazones estén abiertos a la guía del Espíritu Santo para buscar y encontrar nuevas soluciones a este problema abrumador. Oremos por todas las víctimas de la violencia, especialmente aquellas familias y comunidades que han sido afectadas en nuestra nación este año. Que Dios nos dé la sabiduría y el coraje para actuar y detener el flujo de sangre que se derrama a través de la violencia armada.