Han pasado casi 20 años desde que el reflector de los medios de comunicación nos hizo darnos cuenta de la fragilidad humana, el pecado e incluso las conductas criminales dentro de nuestra amada Iglesia Católica y sus instituciones. El pecado humano, por supuesto, ha estado con nosotros desde el principio. Sin embargo, los escándalos de abuso más recientes y sus muchas aristas nos puso de rodillas a varios. Nos ha humillado, pero también nos ha llamado al arrepentimiento, la responsabilidad y la reforma.
El abuso de niños y personas vulnerables es un flagelo cultural y social. Por lo tanto, la Iglesia Católica no es la única en sufrir sus efectos, excepto por el hecho de que la Iglesia, aunque es institución humana, es también una institución divinamente establecida.
Debido a que está compuesta por miembros humanos, nuestras fallas son a veces demasiado evidentes y perturbadoras. Sin embargo, cuando estas fallas salen a la luz, no debemos caer en la desesperanza o darle la espalda a la Iglesia, porque el Señor prometió que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). Quizá hemos sido aplastados por el peso del pecado, pero no podemos desconfiar en la gracia y la misericordia de Dios. Aquellos que buscan su misericordia deben primero reconocer su necesidad de misericordia y arrepentirse.
Como Iglesia, hemos asumido el liderazgo social en el trabajo por garantizar que las instituciones católicas – y sus empleados y voluntarios – sean un lugar seguro para los niños, los jóvenes y los adultos vulnerables. Hemos implementado entrenamientos de ambiente seguro, realizamos chequeos de antecedentes y hemos puesto en marcha protocolos para reportar, investigar y actuar cuando existe una denuncia de conducta inapropiada. Lo hacemos no porque nos han forzado a hacerlo, sino por que reconocemos que esto es lo que nuestra fe, nuestras responsabilidades y nuestro entendimiento de la dignidad de toda persona humana nos obliga a hacer. Somos hijos de Dios creados a su imagen y somos los guardianes de nuestros hermanos y hermanas.
Estoy orgulloso de nuestras instituciones católicas: nuestras parroquias, nuestros hospitales, los ministerios sociales y las escuelas. Es a través de ellas que podemos responder al mandamiento del Señor de ser luz para el mundo y sal de la tierra. Estoy orgulloso de todos aquellos que trabajan en el liderazgo de estos ministerios al servicio de Jesucristo y su Iglesia.
¿Lo hacemos siempre a la perfección? No. Pero seguimos afirmando y celebrando las valiosas contribuciones que la Iglesia Católica hace a nuestra sociedad, al promover la santidad de la vida humana con todas sus consecuencias.
Esta semana, seguimos con nuestra celebración anual de la Semana de la Escuelas Católicas. Nuestras escuelas son un tesoro invaluable para los estudiantes, familias y comunidades que se benefician, y se beneficiarán en el futuro, de la educación católica y centrada en Cristo que ellas ofrecen.
La semana pasada, un medio de comunicación reportó sobre una falla perturbadora en una de nuestras excepcionales escuelas. Dicha falla es frustrante y lamentable. Al tiempo que nos recordó la importancia de nuestro compromiso con la transparencia y la necesidad continua de mejoramiento, nos hizo también pensar en que no podemos olvidar la importancia de nuestra misión y en la dedicación de los buenos hombres y mujeres que nos ayudan a cumplir esa misión de servicio a los estudiantes que nos han sido confiados por sus padres.
Les pido oración por nuestros estudiantes, los padres de familia, los voluntarios parroquiales, el personal de las escuelas y todos aquellos que contribuyen con su tiempo y experiencia para fortalecer a la Iglesia, crear un ambiente seguro y actuar como buenos administradores de los dones de Dios.