by Pedro A. Moreno, O.P. Secretariado de Evangelización y Catequesis
La oración es un diálogo de amor.
En muchas ocasiones, cuando ofrezco reflexiones sobre la oración, invito a mi audiencia a levantar sus teléfonos inteligentes. Entonces, les dejo saber en un pequeño secreto. Aquellos a quienes llamas, o le envías mensajes de texto, más a menudo son aquellos a quienes amas más. Amarse los unos a los otros significa que sacas tiempo para hablar unos con otros.
Este diálogo de amor varía de muchas maneras, de acuerdo con lo que está sucediendo en un momento dado.
Las circunstancias, las situaciones familiares y el entorno laboral, incluso su propio estado físico, mental o emocional, pueden afectar su vida de oración.
Durante una mañana tranquila, tranquila y pacífica, antes de que comience el frenesí del día, podemos hacer una pausa y tomarnos un momento para responder a la llamada de Dios en el Salmo 46, versículo 11: “Paren y reconozcan que soy Dios”
Durante una crisis o emergencia, donde no hay paz y tranquilidad, podemos clamar a Dios con las palabras del Salmo 88, versículos 2 al 5: “Que hasta ti llegue mi oración, presta atención a mi clamor. Pues de pruebas mi alma está saturada y mi vida está al borde del abismo. Me cuentan entre los que bajan a la fosa, soy un hombre acabado.”
Nuestro amoroso diálogo con Dios variará en intensidad, emoción, urgencia y en muchas otras formas. Esto es normal en todas las relaciones; El tono y el contenido de nuestras conversaciones variarán, pero lo mejor es que nos estamos hablando. Dios nos habla en nuestros corazones por medio de las Sagradas Escrituras y muchas otras formas. Hablamos con Dios a través de nuestras numerosas y variadas oraciones, especialmente la celebración de la Eucaristía, nuestra oración más grande.
La maravillosa oportunidad de orar es un don de Dios que nace de nuestra relación fundamentada en la Alianza Divina que vivimos con Él y que intensifica el vínculo de amor y comunión con Dios cuando nuestros corazones son totalmente suyos y no están divididos por el pecado.
A veces, la oración puede ser fácil, pero también puede ser difícil. Es tan fácil que un niño puede hacerlo. Es tan difícil que hace falta un místico y un santo para explicar sus profundidades.
Debido a que el diálogo del amor con Dios puede ser tan difícil, el Señor nos envía su Espíritu Santo para ayudarnos. San Juan Pablo II habla de esto en su encíclica sobre el Espíritu Santo, “Dominum et Vivificantem”. Quisiera terminar esta columna invitándolos a rezar la oración que el mismo Señor nos dejó, el Padre Nuestro, y reflexionar sobre algunas líneas del párrafo 65 de esta encíclica.
“El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración… La oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración… en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras, como guiados por un sentido interior de la fe, buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta ‘el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza’. De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración.”