En el tiempo de la Revolución Americana los católicos eran una minoría muy pequeña en las colonias americanas. De los dos millones de colonos británicos, sólo el 2% eran católicos. La mayor parte de la población católica se asentó en la colonia de Maryland (traducida como “tierra de María”, fundada por católicos).
Durante el periodo colonial, existía una desconfianza anticatólica muy extendida y una firme resistencia a la inmigración católica hacia América. El historiador Arthur Schlesinger señaló en una ocasión que los prejuicios contra los católicos fueron de los más arraigados en la historia de los EE.UU.
No obstante, los católicos apoyaron con entusiasmo la causa de la libertad americana. Charles Carroll de Carrollton, el único católico que firmó la Declaración de Independencia era posiblemente el hombre más rico de las colonias.
Arriesgó su vida y su fortuna por la libertad y la independencia frente a la Gran Bretaña. (A su muerte, en 1832, era el último de los signatarios de la Declaración de Independencia que quedaba con vida). El oficial naval irlandés John Barry fue conocido como el fundador de la marina estadounidense. Stephen Moylan, comerciante de Filadelfia, sirvió al general Washington en Valley Forge.
Por lo tanto, desde los inicios de esta nación, los católicos han demostrado su lealtad y siempre han estado dispuestos a sacrificarse por las libertades que compartimos. Un gran número de católicos irlandeses y alemanes lucharon por preservar la Unión durante la Guerra Civil.
Esta incorporación católica de las esperanzas y valores estadounidenses refleja nuestros cimientos teológicos. El patriotismo, cuando se expresa correctamente, es una virtud que expresa una noble fidelidad y amor a la patria. Para muchos inmigrantes, católicos y no católicos, América era la tierra prometida.
A pesar de ello, los católicos siguieron enfrentándose a la discriminación en este país desde muy avanzada la era moderna y hasta nuestros días. Por ejemplo, durante la década de 1920, las iglesias católicas solían ser objetivo del Ku Klux Klan. Aquí en Oklahoma, la historia oral de muchas de nuestras parroquias incluye relatos de los hombres de la parroquia que defendieron la propiedad católica del Klan.
Las dificultades a las que nos enfrentamos nunca empañaron la brillante promesa que América ofrecía a los católicos. Precisamente porque el patriotismo es una virtud cívica y cristiana, nunca se deben dejar de reconocer las imperfecciones de nuestro país. Por el contrario, nuestras dificultades y carencias deben reforzar nuestra determinación de construir una nación en la que todos los pueblos de todas las religiones y razas puedan encontrar un hogar común y promover la auténtica libertad y justicia para todos.
Nuestros archivos diocesanos están llenos de fotos de sacerdotes, religiosas y laicos protestando pacíficamente durante el movimiento por los derechos civiles en los años 50 y 60, y participando en el movimiento provida hasta nuestros días. Deberíamos celebrar ese legado.
Al celebrar nuestro Día de la Independencia, damos gracias porque los fundadores de nuestra República reconocieron que nuestros derechos fundamentales son otorgados por Dios y no por un órgano legislativo. La igualdad tiene un origen divino, fundamentado en la dignidad que Dios ha conferido a toda persona humana. Los verdaderos patriotas lo reconocen, de ahí la frase tan repetida: Primero Dios, luego mi país.
América aún no se termina de formar. Seguimos construyendo una unión más perfecta. Por lo tanto, debemos rechazar la idea de que las imperfecciones de los Estados Unidos lo han convertido en un país sistemáticamente injusto e irredimible. La verdad es que a los católicos les ha ido muy bien en este país y han contribuido incalculablemente a su progreso. Nuestras escuelas católicas han formado a generaciones de católicos y a otras personas para que alcancen los niveles más altos de la sociedad estadounidense. Este mismo sistema educativo, junto con nuestro sistema de salud católico, ha contribuido enormemente al bien común de esta nación, educando y cuidando a innumerables hermanos y hermanas, independientemente de su raza, credo o situación económica.
Sé agradecido por tu patria (nativa o por adopción) porque tal gratitud está ungida por Dios. Oremos por nuestro país, para que – como dice bellamente el himno – Dios lo bendiga y enmiende cada una de sus imperfecciones.