El 17 de abril de 2003, Jueves Santo en el Año del Rosario, San Juan Pablo II escribió para la Iglesia Universal su Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”, una reflexión sobre la Eucaristía y su relación con la Iglesia. Este es el comienzo de la carta:
“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza. …Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es ‘fuente y cima de toda la vida cristiana’. ‘La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo’. Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.”.
La Eucaristía es alguien, no algo, es alguien. La Eucaristía es Jesús verdaderamente presente ante nosotros. Nos alimenta consigo mismo y en este alimento, nos ama y nos da vida. Jesús, nuestro amado Señor, nunca nos deja solos. Jesús nos llama, nos invita a estar con él. Esta es la razón por la cual el culto a la Eucaristía fuera de la Misa tiene un valor incalculable para la vida de la Iglesia. Lo recibimos en la comunión y lo adoramos siempre.
Cuando recibimos el Cuerpo de Cristo, estamos unidos a él y a todos los demás que son uno con él. Esta unidad no es algo que podamos ver con nuestros ojos, podemos ver sus frutos, pero es una unidad invisible que es verdadera y real. Casi como esposas de hierro invisibles que nos hacen inseparables de Cristo y de los demás. San Juan Pablo II dijo algo sobre esto en la sección 36 de esta carta. He dejado las citas bíblicas para que puedan ver cómo vincula esta verdad con las Escrituras ...
“La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio de la cual se nos hace ‘partícipes de la naturaleza divina’ (2 Pe 1, 4), así como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el ‘cuerpo’ y con el ‘corazón’; es decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, ‘la fe que actúa por la caridad’ (Ga 5, 6).”
Jesús siempre está presente en el sagrario, solo busca la lámpara en el santuario. Y, somos bendecidos con ocasiones especiales cuando Jesucristo es sacado del tabernáculo y expuesto solemnemente en la custodia para nuestro culto y adoración. La adoración de Jesucristo es esencial para cada discípulo. La adoración eucarística es nuestro tiempo especial para estar con Cristo. Él nos ama y nosotros lo amamos durante cada Hora Santa.
San Juan Pablo II habla de esto es una sección del párrafo 25...
“Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el ‘arte de la oración’, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!”
Otro párrafo que nos guía en nuestro servicio a los demás es el No. 60...
“Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?”
Me gustaría terminar esta columna invitándote a reflexionar en silencio sobre estas palabras mientras visitas a nuestro Señor en el tabernáculo.
Estas son parte de las palabras finales de San Juan Pablo II en su carta ...
“En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites.”