Uno de los misterios principales de nuestra fe es la Encarnación, que la Iglesia celebra solemnemente en el tiempo de Navidad. Es una revelación sorprendente que Dios, el Creador de todas las cosas, superando con mucho todo lo que podríamos esperar o imaginar, eligió convertirse en uno de nosotros, naciendo de una mujer y viniendo al mundo como un pequeño bebé.
El Dios todopoderoso tomó la forma de un niño indefenso y este es el misterio de la Encarnación: ¡El Verbo se encarnó!
Hay una profunda y sentida cercanía en nuestra celebración de la Navidad. Contemplamos la prodigiosa estrella que ilumina el silencioso cielo nocturno sobre Belén y vemos al pequeño niño Jesús, envuelto en pañales, sostenido con ternura por su madre, que es también la nuestra. Hay una cercanía que sentimos con el Señor en este misterio.
No parece tan lejano o inalcanzable cuando lo imaginamos como un niño pequeño. Es como si pudiéramos sostenerlo en nuestros brazos y abrazarlo con la ternura propia de las personas más cercanas. ¡Es un misterio verdaderamente asombroso y lleno de gozo!
La belleza de esta cercanía me parece, proviene de la vulnerabilidad de este niño pequeño. Como sabemos por los evangelios y las interacciones de Jesús con sus apóstoles y sus contemporáneos, la expectativa común era que el tan esperado Mesías-rey vendría con poder y potencia militar.
El pueblo de Israel esperaba a alguien que viniera a conquistar a sus enemigos y a expulsar a sus invasores. En el Mesías no había lugar para la debilidad, ni para la vulnerabilidad. El Mesías tenía que ser invulnerable para dirigir a su pueblo hacia la libertad y conseguir la liberación que esperaban.
Esta expectativa llevó a Jesús a reprender enérgicamente a Pedro cuando, ante la predicción de que su sufrimiento y muerte se acercaba, intentó impedir que Jesús aceptara la cruz. Pedro no podía imaginar que Jesús mostraría debilidad o vulnerabilidad en el cumplimiento de su misión mesiánica, así que Jesús responde ante la oposición de Pedro: “Apártate de mí, Satanás” (Mateo 16,23).
El Señor también le recordó a san Pablo esta realidad esencial cuando Pablo se quejó de su propia debilidad y suplicó ser liberado del sufrimiento de su propia vida. Le dijo: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad” (2 Corintios 12,9).
Es precisamente en la debilidad donde el Señor revela su verdadera fortaleza. Es al entregar su vida por nosotros cuando Cristo muestra el acto de amor perfecto. Al asumir nuestra naturaleza humana tan débil, Jesús nos hace partícipes de la vida misma de la Santísima Trinidad. ¡Verdaderamente la forma de actuar de Dios no es como la nuestra!
Quizá en ningún otro lugar se experimenta más plenamente esta vulnerabilidad y cercanía en nuestras propias vidas que cuando nos encontramos con nuestro Señor en la Eucaristía.
Jesús se entrega a nosotros en la forma sencilla del pan y el vino. Jesús toma esta forma, tan fácilmente quebrantable, tan fácil de pisotear, robar y maltratar, para que podamos recibirlo más íntimamente.
¡Qué gran don es este Santísimo Sacramento! ¡Qué privilegio le concede a su pueblo, al comer su Cuerpo y beber su Sangre para tener vida dentro de nosotros!
Lo único que Jesús nos pide a cambio es que le correspondamos del mismo modo.
Nos invita a entregarnos a Él con amor. Nos invita a que seamos tan vulnerables e íntimos al entregarnos a los demás como Él se entrega al compartirse con nosotros.
Esta apertura y vulnerabilidad nos conducen más profundamente a su misericordia, amor y paz. Su poder se manifiesta en nuestra debilidad, y en nuestra debilidad nos hacemos santos.
Que el Señor los acerque a un encuentro más profundo e íntimo con Él en este tiempo de Navidad, y que puedan ser guiados por el Espíritu Santo a una experiencia más plena de su amor, misericordia y paz en la Sagrada Eucaristía.