En la cima del monte Tabor, en Tierra Santa, se encuentra la Basílica de la Transfiguración, que fue construida en el sitio tradicional del misterio que la Iglesia celebra el 6 de agosto de cada año. Fue diseñada en 1924 por el arquitecto italiano del siglo XX Antonio Barluzzi.
Barluzzi diseñó la basílica al estilo tradicional de las iglesias de la época. También se inspiró creativamente en la simbología y los temas del misterio de la vida de Cristo que conmemora. Desde la nave central desciende una escalera hasta una gran cripta donde muchos grupos de peregrinos celebran Misa hoy en día. Asimismo, hay escaleras a cada lado que conducen a tres altares. Encima del altar mayor central, llama la atención el hermoso mosaico de Nuestro Señor transfigurado en presencia de Moisés y Elías. La basilica está diseñada de tal manera que cada año, el 6 de agosto, la luz de las ventanas del presbiterio se refleja en un panel de cristal del piso e ilumina el hermoso mosaico durante un breve instante, un homenaje arquitectónico al acontecimiento bíblico donde el rostro de Jesús “se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt. 17,2).
La Transfiguración se celebra anualmente en ese día por toda la Iglesia, y aunque no es un día de precepto, es un acontecimiento central en la vida de Jesús. Es por ello que, cuando el 6 de agosto cae en domingo, como este año, se omite el domingo del tiempo ordinario y se celebra la Transfiguración.
¿Qué hace que este acontecimiento, incluido entre los misterios luminosos del Rosario por el papa san Juan Pablo II, sea tan importante?
Si nos situamos en la escena, Pedro, Santiago y Juan están junto a nosotros asombrados al contemplar este impresionante acontecimiento. No es simplemente otro milagro de Jesús. Es, en el sentido más completo de la palabra, una “teofanía”, una manifestación de la presencia de Dios, como la teofanía en el monte Sinaí (cf. Ex 19,16-19). Jesús brilla en presencia de las grandes figuras del Antiguo Testamento que han visto a Dios: Moisés y Elías. Jesús es Dios encarnado, el Verbo hecho carne, y su gloria divina es manifestada a sus testigos elegidos en la medida en que pudieran asumirla. Revela su divinidad por el bien de sus apóstoles y por el nuestro, que los seguimos en la fe.
San Juan Crisóstomo, obispo del siglo IV y padre de la Iglesia, lo dice mejor que nadie: Jesús se transfiguró para “mostrarles la gloria de la cruz, consolar a Pedro y a los otros, que temían la pasión, y levantar así sus pensamientos” (Homilía 56 sobre el Evangelio de san Mateo).
Ya que su gloria se manifestó en el Tabor, los seguidores de Jesús pudieron ver en la cruz un camino hacia la gloria. Tal vez esto sólo tenga sentido en una forma retrospectiva, ya que Jesús venció a la muerte con su Resurrección, pero para nosotros no tiene por qué ser así. También nosotros podemos ser consolados por la gloria de Dios cuando nos enfrentamos a cualquier prueba o tribulación en la vida. Porque hemos visto su poder manifestado en nuestras vidas, podemos estar seguros de que cualquier dificultad sufrida con Él nos conducirá hacia Él en la gloria de la resurrección.
De hecho, nuestra convicción es mayor que eso. Ver a Jesús transfigurado en el monte no es simplemente una garantía de que “todo saldrá bien”. La Transfiguración significa algo más, como siempre lo ha sido. San Irineo de Lyon dijo una vez: “La gloria de Dios es el hombre vivo”. Si creemos que la gloria de Dios se revela en el monte de la Transfiguración, entonces podemos estar seguros de que su gloria puede revelarse también en nosotros, ¡conforme lleguemos a vivir plenamente!
¿Qué significa “vivir plenamente”? En uno de sus sermones san Agustín dice: “Gestionamos la mortalidad, toleramos la debilidad, aguardamos la divinidad, pues Dios quiere no sólo vivificarnos, sino también deificarnos… No nos parezca increíble, hermanos, que los hombres sean hechos dioses, esto es, que quienes eran hombres sean hechos dioses” (Sermón 23B).
Vivir plenamente significa divinizarse. ¡Parecernos a Dios! La promesa de la transfiguración es una promesa de que podremos compartir la vida divina de Jesucristo. Esta divinización o theosis es un principio esencial de nuestra fe, como indican las primeras palabras del Catecismo: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada” (CIC #1). Creemos que cuando nos reunimos en la fe para celebrar los misterios que Jesús mismo nos ha transmitido, somos transfigurados y divinizados, para que seamos luz para el mundo asentado en un monte. Nosotros como miembros de la Iglesia estamos en este camino de divinización gracias a nuestra participación en la obra de Dios. El camino de la divinización comienza con nuestro Bautismo en la Muerte y Resurrección de Jesús.
Para encontrar esta divinización, debemos descender del monte como Pedro, Santiago, Juan y Jesús y viajar hacia el calvario. Debemos ser como el peregrino de la iglesia de Barluzzi que desciende los escalones hacia la cripta mientras se aproxima al altar del sacrificio. Debemos descender para entregarnos al amor de Dios en la liturgia de la Iglesia y al amor al prójimo en nuestras obras de misericordia. No podemos permanecer aislados en el monte de nuestra piedad, sino que debemos descender a la obra de la Iglesia con el memorial de la transfiguración como nuestra esperanza.