En la calle Via Veneto, al norte de la plaza Berberini en Roma, hay una iglesia muy conocida que se llama Santa María della Concezione dei Cappucini. Muchos turistas la conocen como la “iglesia del hueso”. Aun cuando esta iglesia capuchina tiene muchos atributos artísticos, estos no son los que la hacen famosa. Ni tampoco destaca por su magnífica fachada italiana en una ciudad llena de maravillas arquitectónicas. Esta iglesia es famosa por su cripta, la cual contiene varias capillas decoradas extrañamente.
En 1631, el cardenal Antonio Barberini, un fraile capuchino, ordenó que los restos mortales de cientos de frailes capuchinos fueran exhumados de su cementerio. Los huesos de estos frailes fueron usados para hacer los arcos, las columnas, los nichos y ornamentos de los altares de la cripta, en una demostración macabra de piedad post-renacentista.
Hoy en día, esta cripta u osario, contiene los restos de alrededor de 4,000 frailes que murieron entre los siglos XVI y XIX. Una enorme lápida hace que los visitantes lean el “memento mori”, recordatorio de la muerte, en tres idiomas: “Lo que ahora eres, algún día fuimos; lo que ahora somos, algún día serás”.
En el corazón del misterio cristiano se encuentra la realidad de la muerte y el reconocimiento de su certeza para todos nosotros. El filósofo católico alemán Josef Pieper destacó, sin embargo, que la muerte está escondida en la educada sociedad burguesa. En nuestra cultura secular encontramos aquello a lo que se refería como “la materialista trivialización de la muerte”. La muerte se ha convertido en estática, vista solo como una mera consecuencia de un acto violento, una tragedia o enfermedad, y simplemente como el fin de la existencia personal.
En nuestra tradición católica, la muerte sigue manteniendo su lugar adecuado en el calendario litúrgico y celebraciones. Los principios del mes de noviembre ilustran esta realidad de manera conmovedora. El 1 y 2 de noviembre recordamos a todos aquellos que han muerto en la fe.
El 1 de noviembre, el Día de todos los santos, celebramos a aquellos que han pasado el umbral de la muerte y gozan de la visión de Dios en el cielo. Son los santos, los ciudadanos de la Jerusalén Celestial, personas de todas las vocaciones y estados de vida. Sus muertes son un testimonio de la gloria de la resurrección, una gloria que Cristo reveló primero a sus apóstoles cuando resucitó victorioso de entre los muertos. Una gloria ofrecida a cada uno de nosotros, los llamados a ser santos por virtud del bautismo. Algunos hemos incluso tenido la fortuna de haber conocido a alguien declarado santo por la Iglesia.
He tenido el privilegio de haber conocido a dos santos canonizados, San Juan Pablo II y Santa Teresa de Calcuta. Algunos entre nosotros conocieron al Beato Stanley Rother, nuestro mártir de Oklahoma. ¡Los santos son personas reales! Muchos hemos conocido a personas que vivieron vidas de indudable santidad, pero quizá nunca serán declarados públicamente santos por la Iglesia.
Los santos son aquellos que gozan de la visión beatífica en el cielo, ya sea que nosotros en la tierra lo sepamos o no. La Santa Madre Iglesia nos obliga a celebrar a todos estos santos el 1 de noviembre: Solemnidad de todos los santos.
El 2 de noviembre es Día de los fieles difuntos, el día en que conmemoramos a nuestros seres queridos que han partido antes que nosotros “marcados con el signo de la fe”. Oramos por ellos y los confiamos a la misericordia de Dios. Este día nos invita a recordar en caridad a aquellos de los cuales hemos sido separados por la muerte. Confirma nuestra fe en que, para entra al Reino de los Cielos, debemos ser puros y sin mancha.
Si la purificación no ha terminado en esta vida, esta sucederá después de nuestra muerte y antes de entrar a la presencia de Dios; aquí es donde la realidad del purgatorio se hace parte de la mente cristiana. En este día, el 2 de noviembre, expresamos nuestra solidaridad con aquellos miembros de la Iglesia que sufren la purificación final, al tiempo que afirmamos nuestra peregrinación común al Reino de los Cielos, donde la Iglesia triunfante vive en gloria eterna.
En estos dos días, reconocemos el misterio de la muerte como el camino a la vida eterna. Es importante que nuestra liturgia y piedad conmemore estos días de manera apropiada, porque, como Benedicto XVI nos recordó, “las actitudes frente a la muerte determinan las actitudes frente a la vida. La muerte se convierte en la clave para responder a la pregunta: ¿Qué es el hombre?”
Celebramos el testimonio y la gloria de los santos en el cielo, asistimos con nuestras oraciones a los que pronto serán santos en el purgatorio y reflexionamos en nuestra propia llamada a ser santos, el sentido y dirección de nuestras vidas. “¿Estoy viviendo una vida con propósito y con la mirada fija en la gloria que nos espera con Cristo y los santos en el cielo?”
Los huesos de los capuchinos decoran la cripta en Roma no solamente como una advertencia de lo corto que es la vida, sino como una afirmación de la belleza de una santa muerte y la gloria que nos espera en la Jerusalén Celestial.