En las últimas semanas del Tiempo de Pascua, celebramos un misterio muy importante pero difícil de nuestra fe, la Ascensión de Jesús, que comparado con las impactantes verdades que celebramos en la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, es al parecer menos comprensible.
Nuestra reflexión sobre el Misterio Pascual del Señor suele terminar con el gozo del Domingo de Pascua. Sin embargo, el Misterio Pascual de Jesús – en el cual hemos sido bautizados y que se hace presente en la Sagrada Eucaristía – se extiende hasta su Ascensión e incluso más allá de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. De hecho, las plegarias eucarísticas describen explícitamente la Misa como el memorial no sólo de su Pasión, Muerte y Resurrección, sino también de su Ascensión.
Es una buena práctica el reflexionar profundamente sobre las oraciones que componen la liturgia de la Iglesia. Por ejemplo, las palabras del “Prefacio I de la Ascensión del Señor” nos enseñan que “no se fue para alejarse de nuestra pequeñez” sino para guiarnos así “en llegar como miembros suyos, a donde él, nuestra cabeza y principio, nos ha precedido”.
Puedo imaginar que para la Iglesia primitiva, que acababa de padecer el horror del arresto, tortura y Muerte de Jesús, seguido por el desconcierto de su Resurrección, la misteriosa Ascensión de Jesús 40 días después se sintiera como un abandono. Prueba de ello es el aislamiento de los apóstoles en el cenáculo, a pesar de que Jesús se los había asegurado: “No los dejaré huérfanos” (Juan 14,18). Pudo haber sido difícil no sentirse expuesto, vulnerable y abandonado; al sentir que Jesús se había alejado de nuestra pobre condición humana.
Para nosotros, al igual que para los primeros discípulos, puede ser un reto no experimentar la presencia de Jesús a través de nuestros sentidos. Jesús, completamente humano y plenamente divino, ascendió en su cuerpo glorificado y ahora está sentado a la derecha del Padre. Por lo tanto, no podemos ver, oír ni tocar a Jesús como lo hicieron Pedro o María Magdalena.
A veces sentimos a Dios distante o incluso ausente de nuestra vida cotidiana. La razón más concreta y corporal de ello no es que no está en alguna parte, sino precisamente que está en un lugar – a la derecha del Padre y místicamente presente entre nosotros ¡en la Sagrada Eucaristía!
El mayor testimonio que tenemos de que Jesús es quien dice ser, es el sepulcro vacío. Sabemos que Jesús es Dios y hombre porque la muerte y la sepultura no pudieron retenerlo. Esta es una dinámica misteriosa de nuestra fe. La ausencia de la “evidencia”, un cuerpo, su cuerpo, es en sí misma nuestra certeza de que ¡Jesús es el Señor! Tenemos reliquias de la Vera Cruz, tenemos reliquias de los santos apóstoles, pero no de Jesús porque está físicamente presente a la derecha del Padre en estado glorificado.
En lugar de llenarnos de miedo o incluso de melancolía, el Señor Ascendido enciende en nosotros todo el poder del Espíritu Santo, al igual que lo hizo con la Iglesia naciente en Pentecostés. Jesús les dice a sus discípulos a lo largo del capítulo 14 del Evangelio de san Juan que vuelve a su Padre, y la señal que les avisaría sería ¡la efusión del Espíritu Santo!
Es por el Espíritu Santo que llena nuestros corazones y da testimonio dentro de nosotros que sabemos que Jesús “no se fue para alejarse de nuestra pequeñez” sino para que lo sigamos – porque Él es el Camino (la senda) que conduce a la casa del Padre.
Cada vez que sintamos que Dios está distante, lejano o ausente, debemos recordar que no es que Él no está en alguna parte, sino en un lugar. Nos ha enviado al Espíritu Santo, el Consolador, que está vivo en nosotros y nos da la confianza para seguir a Jesús a través del sufrimiento y la muerte, hacia una vida nueva.
Esperemos y acojamos la venida del Espíritu Santo en Pentecostés y en cada momento de cada día. “Ven, Espíritu Santo. Ven y alértanos con las Buenas Noticias de que Jesús ¡está a la derecha del Padre! Ven y haznos confiar en que podemos seguirlo ¡porque Él es el Camino!”