Vivimos en un mundo cambiante. Cada hora de cada día nos enfrentamos a dramáticos cambios que nos afectan personalmente, que nos afectan como nación, como Iglesia y como comunidad global. Las noticas sobre estos eventos nos llegan cada momento por medio de métodos tradicionales de comunicación, así como también a través de las redes sociales. Las imágenes y narrativas son poderosas. Algunas veces son perturbadoras y otras veces son engañosas.
Al momento de escribir esta columna, el mundo se entera del impresionante colapso de Afganistán, la crisis humanitaria en Haití y los esfuerzos globales para detener los contagios de COVID, ahora transformado y esparciéndose con pocos signos de querer irse. Seguimos luchando con viejas y dolorosas tensiones raciales que desde hace unos meses exigen solución y atención. Esta es la narrativa del ciclo sin fin de noticias que inunda nuestras conciencias.
Esto es solo un pequeño ejemplo de los eventos que nos afectan a todos. Estos y otros factores coinciden con el incremento en crisis de salud mentales en nuestras comunidades, al tiempo que intentamos encontrar maneras de procesar y asimilar las noticias y tensiones que nos abruman.
Alimentadas por agendas ideológicas erróneas, las narraciones que nos cuentan de estos eventos muchas veces nos quedan a deber. No se trata solo de política y economía. No se trata solo de raza y género. No se trata solo de poder. Las explicaciones ideológicas nos quedan a deber porque rechazan la visión cristiana de la persona humana y el entendimiento cristiano de la historia y la redención, el cual, para los creyentes, es el lente precioso a través del cual damos sentido y esperanza a un mundo azorado por la oscuridad, la violencia y la desesperación.
El mundo puede ser ensombrecido por estas malas noticias, pero no ha sido abandonado a ellas. Creemos que hemos sido creados a la imagen y semejanza de un Dios que nos ama y que tiene un plan para nuestras vidas y para el mundo.
Aun cuando el pecado ha entrado al mundo como rechazo del plan amoroso de Dios para nuestra felicidad, dejando consigo muerte a su paso, Dios no nos ha abandonado a la muerte. Dios ha entrado en nuestra historia, comprometiéndose con nosotros por medio de una alianza y finalmente enviando a su Hijo para redimirnos. Jesús, el Hijo Encarnado de Dios, se hizo uno de nosotros para compartir nuestra debilidad, para llevar nuestras cargas y la culpa de nuestros pecados. Aun siendo inocente, sufrió y murió por nosotros. Conquistó el pecado y la muerte y resucitó victorioso.
Jesucristo ha redimido la historia humana. Tiene una dirección y un propósito que será cumplido cuando Cristo venga de nuevo en gloria y ponga todas las cosas en su lugar. Como creyentes, recibimos el don del Espíritu Santo para ver el mundo y la historia a través de los ojos de Cristo, y para amar al mundo y a los demás con el corazón de Cristo. Somos agentes suyos en el mundo para manifestar su justicia y su misericordia. Esa es nuestra narrativa. Esa es la perspectiva de la historia que derrota la desesperación y restaura la esperanza.
Como católicos y cristianos, tenemos algo que compartirle al mundo, especialmente en estos tiempos. Se nos ha dado el don de la fe, la esperanza y la caridad. Se nos ha confiado el entender el plan der Dios para el mundo que Él mismo creó por amor y redimió del pecado y la muerte para que todos tengamos felicidad, justicia y paz duradera, más allá de las tragedias y sufrimientos que llenan los diarios. Es un servicio de la Iglesia al mundo el compartir esta Buena Noticia, y ser la luz del mundo.
Un joven mira una casa dañada por el sismo de 7.2 grados de magnitud, en Les Cayes, Haiti.
CNS foto/Henry Romero, Reuters