El camino de los últimos dos años ha sido fructífero, ya que hemos emprendido un proceso de planificación pastoral para nuestra arquidiócesis. Al centrarnos en la construcción de una cultura de conversión y discipulado, he tenido muchas oportunidades para reflexionar sobre mi propia conversión.
He compartido esta historia varias veces en varios lugares. Permítanme una vez más compartir algunos puntos sobresalientes, no para presentarme como un modelo ejemplar, sino para atraerlos al ejercicio de “recordar con gratitud” sus propios momentos en los que el Señor ha tocado su vida, ha entrado en su corazón y los ha dejado cambiados y transformados.
Cuando estaba en el penúltimo año en la Universidad de Kansas, participé en un grupo llamado (El Programa Integrado de Humanidades). El Programa realizó un viaje de estudios a Irlanda durante un semestre. Tenía muchas ganas de ir con más de cien de mis amigos. Me imaginaba que sería un recorrido de cuatro meses por las tabernas de veintiséis condados. Sin embargo, en la primera semana que estuvimos allí todo cambió. Estábamos pasando la mitad de nuestro tiempo en una pequeña isla llamada Inishbofin en la costa oeste de Irlanda. Hacía apenas una semana que estábamos allí cuando algunos de nuestros amigos salieron una tarde a explorar.
Era febrero, el sol se estaba poniendo, y subieron a las rocas para tener una mejor vista del paisaje marino y de la isla. Estos jóvenes eran de Kansas; no sabían nada sobre el océano, y ciertamente no sabían nada sobre las mareas. Más tarde esa noche estábamos en la taberna y algunos de nuestro grupo nos dijeron que Rick y Ed nunca regresaron. Ellos no regresaron esa noche y a la mañana siguiente todavía no había señales de ellos. Fui a la iglesia parroquial local, San Colman, para ir a la misa de la mañana. Inmediatamente después de la Misa, fui a la sacristía y le dije al párroco que estábamos preocupados por nuestros amigos.
Cuando le conté al sacerdote lo que había pasado, él reconoció el peligro de la situación y llamó a la Guardia Costera. Llamaron a todos los pescadores que tenían una barca, a todos los que podían navegar. Pasé todo el día con este joven sacerdote, el Padre Martín O’Connor, que sólo tenía dos o tres años de sacerdocio. Recorrimos la costa rocosa de la isla buscando a nuestros amigos. Al final del día, llegamos a la conclusión de que tal vez nunca los encontraríamos. Un par de días después, sorprendentemente, sus cuerpos fueron recuperados. Habían caído al mar y ambos se habían ahogado, uno tratando de rescatarse al otro, aparentemente porque uno de ellos se había resbalado y caído.
Este fue un acontecimiento profundamente inesperado para un joven de 20 años que había estado esperando un semestre sin preocupaciones para andar por las tabernas. Estaba a cinco mil millas de casa, lejos de mis padres; no tenía manera de regresar. Una noche, hice algo que nunca había hecho antes. Fui y llamé a la puerta de la rectoría. Yo había crecido rodeado de sacerdotes; mi madre era secretaria de la parroquia, pero nunca buscaba a los sacerdotes, salvo en un confesionario cuando era necesario. Pero, durante ese tiempo difícil, fui y pasé un par de noches hablando con el Padre O’Connor. Esas visitas condujeron a una confesión general y a la consolidación de un proceso continuo de conversión.
Mirando hacia atrás, fue ese encuentro con el Padre O’Connor en un momento tan vulnerable, cuando tuve que enfrentarme a mi propia mortalidad debido a la muerte de amigos cercanos, ahí el Señor comenzó a sembrar las semillas de mi vocación. Fue en ese momento que empecé a inspirarme en la vida de este joven sacerdote, y empecé a entender por qué los sacerdotes son llamados “Padre”. Por primera vez, empecé a pensar: “Bueno, tal vez Dios me está llamando a ser sacerdote”. En ese momento no estaba para nada listo para el seminario, pero toda la experiencia fue un momento profundamente significativo y finalmente me llevó a mi vocación al sacerdocio. A través de los años, puedo recordar una situación tras otra en la que fui un “Padre O’Connor” para alguien más a quien el Señor trajo a través de mi camino – no siempre hombres jóvenes como yo en ese momento, sino también parejas casadas, personas que luchan contra la pérdida y la enfermedad, personas que sufren, que necesitan consejo o ministerio. Mi vida ha estado llena de momentos de gracia cuando tuve el distinguido privilegio de hacer por otros lo que el Padre O’Connor había hecho por mí, facilitando un momento de encuentro con nuestro Señor que conduce a la conversión y la transformación.
Un buen amigo estaba conmigo en ese viaje a Irlanda, y toda la experiencia tuvo un impacto similar en su vida también. Más tarde ambos nos convertimos en sacerdotes, y luego en obispos. Él es El obispo James Conley, de Lincoln, Neb. Años más tarde, los dos hicimos una peregrinación de regreso a Irlanda. Mientras estábamos allí, buscamos al Padre O’Connor y lo invitamos a cenar. No tenía ni idea de que ambos nos habíamos convertido en sacerdotes, y mucho menos en obispos. Imagínense su alegría al ver el impacto que sus acciones de todos esos años atrás habían tenido en nosotros dos, y cómo ese impacto se manifestó a lo largo de los años.
Lo esencial de la conversión es este momento de encuentro. Al reflexionar sobre nuestra arquidiócesis y discernir en oración hacia dónde nos lleva Dios, me doy cuenta de que este es el deseo de mi corazón. Como dije en mi más reciente carta pastoral, “El deseo más profundo de mi corazón es ver a la Iglesia del centro y oeste de Oklahoma florecer como una comunidad de fe que nutre y suscita fervientes discípulos misioneros”. Lo que encontré en ese viaje hace tantos años hizo que me convirtiera en un discípulo. Es mi mayor deseo ver esa historia repetida una y otra vez a través de nuestra arquidiócesis en las vidas y corazones de nuestra gente.
Esta columna es la introducción al nuevo Plan Pastoral Visión 2030 del Arzobispo Coakley. Lea o descargue el plan en archokc.org/2030.