Aunque la pandemia del COVID-19 quedó atrás hace apenas pocos años, recordar esos momentos complejos y desconocidos puede provocar una fuerte reacción emocional.
Muchos de nosotros perdimos a seres queridos, la mayoría de las rutinas familiares y los ritmos de vida se vieron alterados, la gente vivía atemorizada tanto por la enfermedad misma como por las medidas de precaución que se tomaron en respuesta a ella.
En muchos sentidos, y dicho de manera coloquial, “nos movieron el tapete”. Fue una experiencia confusa y agotadora. Fue un período especialmente doloroso para los católicos durante el cual no pudimos reunirnos para celebrar la Sagrada Eucaristía. Esos pocos meses fueron emblemáticos de ese tiempo tan difícil. Aunque no había precedente similar en la vida de la Iglesia, nuestra respuesta local a la crisis fue algo minuciosamente reflexionado y decidido en oración. Para los católicos, el Santo Sacrificio de la Misa es el cimiento de nuestra comunión con Cristo como miembros de su Cuerpo aquí en la tierra. Es a través de este único y perfecto sacrificio del Hijo al Padre que somos juntados como granos de trigo dispersos y congregados en la unidad del Pan Vivo por el poder del Espíritu Santo. La recepción fiel y fructífera del Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Sagrada Comunión nos entrelaza y une como cristianos. En palabras de san Agustín: Recibimos lo que somos y nos convertimos en lo que recibimos.
La imposibilidad de los fieles de participar plenamente en la celebración regular de la Misa trajo consigo un profundo sentimiento de pérdida. Pero para muchos, paradójicamente, también despertó un profundo aprecio y deseo por el gran don de la Eucaristía.
Las Misas transmitidas en vivo no pueden saciar el hambre de nuestros corazones ni aportarnos la nutrición que necesitamos. Por supuesto, los sacerdotes ofrecieron el Sacrificio Eucarístico sin falta cada día por todo el Pueblo de Dios.
Aunque nuestra presencia física y nuestra participación en la Misa no fueron posibles durante este tiempo tan triste, los fieles permanecieron unidos en Cristo como su pueblo sacerdotal a través de la realidad sacramental de nuestra comunión en Él como Cuerpo de Cristo.
Muchos han batallado para volver a la práctica regular de asistir a la Misa dominical. Nos alegramos cuando cada miembro del Cuerpo se ha reunido en el altar. Trágicamente, algunos nunca regresaron y siguen ausentes de nuestra celebración. Es un dolor que llevamos dentro y un recordatorio de nuestra misión de invitar gentilmente a los que se han alejado. La Eucaristía nos une y nos impulsa para que acerquemos a la comunión a los que se alejaron.
Para mí está claro que, tras un tiempo tan extraordinario, el Avivamiento Eucarístico ¡ha sido un don vivificante y providencial para la Iglesia!
Los tres años del avivamiento han dado lugar a una renovada apreciación del tesoro de la asamblea eucarística y de la Presencia Real del Señor en el Santísimo Sacramento.
Más allá de la mera profundización en la devoción privada, los frutos del Avivamiento Eucarístico pretenden animar en nosotros una forma misionera de discipulado para que nadie falte al Banquete Eucarístico.
La Iglesia reunida en la Santa Misa, muy especialmente el domingo, es fuente y culmen de toda nuestra vida cristiana. Es desde la Eucaristía que salimos a la vida pública, y es hacia la Eucaristía que llevamos a este mundo entero y todas sus preocupaciones e inquietudes.
Si miramos atrás para ver dónde hemos estado como pueblo de fe estos últimos años – teniendo en cuenta todos los altibajos, las bendiciones y las dificultades – procuremos verlo todo a través de la perspectiva de la fe, la esperanza y la caridad.
Revitalizados por la Eucaristía y formados por la Palabra de Dios en la tradición viva de la Iglesia, somos enviados como pueblo fiel de Cristo para ser su presencia en el mundo hasta que Él regrese.