El Papa Benedicto XVI nos recordó una vez que los padres de Jesús, José y María, huyeron de su propio país para salvar la vida de su hijo.
"El Mesías, el hijo de Dios, fue un refugiado", dijo el Papa Benedicto. Como cristianos, debemos reflexionar de nuevo sobre esto mientras se afianza la conversación sobre la “deportación masiva”, creando miedo e incluso angustia a nuestros vecinos inmigrantes, emigrantes y refugiados que han llegado en busca de los mismos sueños que aguardaban a muchos de nuestros antepasados en otro momento del tiempo.
Recientemente, la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos, en solidaridad con los inmigrantes, ayudó a elaborar una declaración de preocupación pastoral que proporciona una orientación reflexiva.
"Desde la fundación de nuestra nación, los inmigrantes han sido esenciales para el crecimiento y la prosperidad de esta sociedad. Llegan a nuestras costas como extraños, atraídos por las promesas que ofrece esta tierra y se convierten en estadounidenses. Continúan brindando seguridad alimentaria, servicios de salud y muchas otras habilidades esenciales que apoyan a nuestra próspera nación.
Nuestro país merece un sistema de inmigración que ofrezca caminos justos y generosos hacia la ciudadanía para los inmigrantes que viven y trabajan durante muchos años dentro de nuestras fronteras.
Necesitamos un sistema que brinde alivio permanente para los inmigrantes que llegan en la infancia, que ayude a mantener a familias juntas y que dé la bienvenida a refugiados.”.
Para ser claros, los obispos de EE.UU. y México reconocen los defectos del actual sistema de inmigración y la necesidad de una reforma. Aquí en Oklahoma, debemos promover y promulgar políticas humanas que valoren y protejan a todos, ciudadanos y los que llegan en busca de una vida major”.
La inmigración ilegal es un error, y deben considerarse renovados esfuerzos para proteger las fronteras de nuestra nación, muy especialmente contra la lacra del tráfico de seres humanos y de drogas. Uno de los principios básicos de la doctrina católica sobre la inmigración es precisamente que “todo país tiene derecho a proteger sus fronteras”.
También debemos reflexionar sobre el hecho de que la mayoría de los inmigrantes indocumentados de Oklahoma son miembros honrados de nuestras comunidades e iglesias, no delincuentes violentos.
Ayudan a sus comunidades de muchas maneras y prestan servicios necesarios. Son nuestros amigos y vecinos. Sucede que son algunos de los más vulnerables entre nosotros.
Mientras nuestra nación se esfuerza por abordar las graves y complicadas cuestiones que rodean a la inmigración, la Iglesia debe ser líder en la acogida de los diversos recién llegados y en la prestación de asistencia y atención pastoral a los inmigrantes, emigrantes, refugiados y personas en movimiento.
Esta misma semana, el papa Francisco escribió en una nota de felicitación al presidente Trump: “Inspirado por los ideales de su nación de ser una tierra de oportunidades y de acogida para todos, espero que bajo su liderazgo el pueblo estadounidense prospere y se esfuerce siempre por construir una sociedad más justa, donde no haya lugar para el odio, la discriminación o la exclusión.”
Jesucristo sigue llamándonos al segundo gran mandamiento, la importancia de amar al prójimo como a uno mismo. Ese amor tiene graves consecuencias, para ese prójimo y para nosotros mismos.