Mientras vivimos estos años de Avivamiento Eucarístico en los Estados Unidos, se nos invita a redescubrir los fundamentos de nuestra fe eucarística y a experimentarlos de nuevo.
La mayoría de los católicos conocen el precepto dominical, es decir, el hecho de que estamos obligados por mandato de la Iglesia a participar en la Eucaristía dominical. Esta obligación tiene su origen en el Tercer Mandamiento, en el que se nos indica que debemos santificar el shabat.
Después de completar la obra de la creación en seis días, Dios mismo descansó el séptimo día y, al hacerlo, lo bendijo y lo santificó. Según el relato de la creación del primer capítulo del Génesis, el domingo fue el primer día de la semana y el día en que Dios comenzó la creación diciendo: “Haya luz” y, en el séptimo día, Dios descansó. Por esta razón, el pueblo de la Antigua Alianza conmemoraba el shabat en sábado.
La Iglesia primitiva cambió el día de descanso y culto del séptimo día de la semana al primer día de la semana, del sábado al domingo. Esto se hizo porque fue el primer día de la semana cuando el Señor Jesús resucitó de entre los muertos. En el cumplimiento del domingo como el Día del Señor, la Iglesia veía la celebración como una Pascua semanal: “Cada semana propone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual” (Dies Domini, 19).
La Iglesia primitiva reconoce la victoria de Jesús el Domingo de Resurrección como el comienzo de una nueva creación.
La primera creación comenzó un domingo y la nueva creación comenzó un domingo. Existe incluso una antigua tradición en la Iglesia de llamar al domingo el día octavo de la creación: “El domingo, además de primer día, es también el « día octavo », situado, respecto a la sucesión septenaria de los días, en una posición única y trascendente, evocadora no sólo del inicio del tiempo, sino también de su final en el « siglo futuro »” (Dies Domini, 26).
El domingo nos reunimos como Iglesia – como el Cuerpo de Cristo – para celebrar el primer y el octavo día de la creación. Ciertamente nos reunimos para descansar y adorar, pero también para sumergirnos de nuevo en el misterio de la Resurrección de Jesús y en la nueva creación que se ha instaurado en Él.
“Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo” (Sacrosanctum Concilium, 106).
A la luz de esto, vemos que la obligación de asistir a la Misa no es simplemente un precepto de la Iglesia, sino que tiene el propósito de centrar nuestras vidas en la proclamación trascendental de que Jesús está vivo, que la muerte ha sido vencida y que ha comenzado ¡una nueva creación! Por el Bautismo estamos íntimamente unidos a Cristo, bautizados en su Pasión, Muerte y Resurrección. Somos miembros de su Cuerpo.
Nos reunimos el domingo porque nos necesitamos y nos pertenecemos. No es sólo en el cuerpo encarnado y eucarístico donde se produjo y se está produciendo la resurrección, sino también en el cuerpo eclesial de la Iglesia.
La obligación dominical no consiste simplemente en hacer lo que se supone que hay que hacer o en hacer lo que hace un “buen católico”, sino en ser quienes somos y lo que somos – un miembro integral del Cuerpo de Cristo.
Es una desgracia que tantos bautizados y confirmados católicos prescindan de manera habitual e incluso casual de la asamblea eucarística. Nuestra celebración del misterio pascual en el Santo Sacrificio de la Misa se empobrece cuando alguno de los miembros, por no decir muchos, se han ausentado.
Estar presente y participar espiritualmente en la Sagrada Eucaristía no es simplemente la versión de la Iglesia de un deber cívico, sino que es vivir la verdad de lo que somos como miembros de un cuerpo. El avivamiento eucarístico debe ser también un tiempo de misión eucarística – de atraer no sólo a nuevos conversos al altar del sacrificio, sino de reconectar especialmente a aquellos católicos que se han vuelto indiferentes o que ya no participan en la celebración de los Sagrados Misterios.
Hay muchas razones por las que la participación regular en la Eucaristía dominical ha disminuido en las últimas décadas, pero me gustaría centrarme brevemente en una de ellas.
San Juan Pablo II sugirió que el concepto del domingo como Día del Señor ha sido sustituido por el de “fin de semana”. El santo Papa lamenta que el domingo pierda su significado fundamental cuando se convierte simplemente en parte del fin de semana. Si bien el fin de semana ofrece la oportunidad de disfrutar de importantes actividades recreativas y de esparcimiento necesarias para el desarrollo humano, cuando éstas sustituyen el significado que el domingo tiene como Día del Señor, nos despojan de la forma más auténtica de descanso.
Invito a las familias y a los discípulos individuales a considerar cómo se vive el domingo en nuestros hogares. ¿Es el Día del Señor, un día de culto y descanso, o simplemente forma parte del “fin de semana”? El reto de san Juan Pablo II para cada uno de nosotros es “descubrir de nuevo el domingo” (Dies Domini, 4-7).
Me despido con las palabras de nuestro Santo Padre, el papa Francisco, en su más reciente enseñanza sobre la formación litúrgica del Pueblo de Dios. Es un mensaje oportuno para la Iglesia mientras continuamos con el Avivamiento Eucarístico y nos preparamos para el Congreso Eucarístico Nacional de este verano.
“En el correr del tiempo, renovado por la Pascua, cada ocho días la Iglesia celebra, en el domingo, el acontecimiento de la salvación. El domingo, antes de ser un precepto, es un regalo que Dios hace a su pueblo (por eso, la Iglesia lo protege con un precepto). La celebración dominical ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad de formarse por medio de la Eucaristía. De domingo a domingo, la Palabra del Resucitado ilumina nuestra existencia queriendo realizar en nosotros aquello para lo que ha sido enviada (cf. Is 55,10-11). De domingo a domingo, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere hacer también de nuestra vida un sacrificio agradable al Padre, en la comunión fraterna que se transforma en compartir, acoger, servir. De domingo a domingo, la fuerza del Pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se manifiesta la autenticidad de nuestra celebración (Desiderio Desideravi, 65).