La historia de la salvación comenzó justo en el momento en el que nuestros primeros padres se rebelaron contra el mandamiento de Dios en el Edén.
En la vergüenza de su desnudez, se ocultaron de la presencia de Dios, prefigurando de alguna manera un futuro en el que la humanidad se alejaría cada vez más del Edén, de su íntima compañía original con el Creador, produciendo así todo tipo de brutalidades e inhumanidades.
De hecho, todavía vivimos con las consecuencias del rechazo del favor y la gracia original de Dios.
La pecaminosidad del hombre ha sido correspondida con numerosas propuestas de reconciliación por parte de Dios. En el Antiguo Testamento queda claro que Dios cortejó pacientemente a Israel, invitándolo a volver a una alianza con la Divinidad. A partir de Moisés, los profetas eran enviados por Dios para enseñar a Israel el verdadero camino para liberarse de su esclavitud al pecado y del miedo a la muerte.
El encuentro entre el descarriado Israel y Dios es especialmente conmovedor para los católicos durante este tiempo de Avivamiento Eucarístico.
Vagando por el desierto, hambrientos y cansados de su travesía, los israelitas se quejaban contra Dios y Moisés, recordando su época de esclavitud en Egipto con una nostalgia perversa.
Sin embargo, en su infinita paciencia y misericordia, Dios le suministró alimento a su pueblo en el desierto. Les dio el maná, que era una sustancia desconocida que encontraban en el suelo del desierto y que recogían cuando se evaporaba el rocío de la mañana. Los israelitas la llamaron el pan del Cielo.
Esta experiencia de la providencia de Dios se convirtió en algo inherente a su ideario religioso.
Este maná del cielo era un presagio de la Eucaristía, el pan vivo del Cielo ofrecido en la persona de Jesucristo. Él mismo lo proclamó a las multitudes, instruyendo a todos los hambrientos a participar de su carne y sangre si realmente esperábamos heredar la vida eterna.
Nos dio el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre como verdadero alimento y bebida espiritual. La Eucaristía es nuestro alimento para el viaje. Al igual que los israelitas no tuvieron fuerzas para completar su viaje sin Dios, nosotros no podemos perseverar en el viaje de toda la vida de discipulado sin la compañía íntima que Jesús nos ofrece en el don de la Eucaristía.
Por supuesto, así como muchos en la multitud que oyeron por primera vez a Jesús hablar de sí mismo como pan vivo, “mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”, hoy en día, a algunos les cuesta entender cómo la divinidad puede vivir dentro de lo que parece ser pan y vino ordinarios.
Muchos cristianos caen en la tentación de considerar la Eucaristía como sólo un símbolo o un recuerdo de Jesús. Para los católicos, estas explicaciones no son suficientes. Al igual que el alma habita en nuestro cuerpo, así Cristo viene a habitar en el pan y el vino debidamente consagrados en el altar. Su presencia invita a una comprensión más profunda de la realidad y a tomar conciencia de que la presencia de Dios trasciende lo que es meramente visible.
Como lo exclama el poeta y sacerdote católico Gerard Manley Hopkins: “El mundo está cargado de la grandeza de Dios”.
En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo para redimir al mundo. Esta redención se completa, sostiene y renueva mediante la santificación y transformación continuas que encontramos en la Eucaristía.
En la sabiduría de la Iglesia, la Eucaristía ha sido proclamada fuente y culmen de la vida cristiana. Es decir, el envío del Hijo por el Padre en forma de pan y vino mediante la acción del Espíritu Santo es inseparable de nuestra comprensión del propósito de la Iglesia. Además, de todas las funciones sagradas confiadas a la Iglesia por Jesús Resucitado, la Eucaristía es el acto que más nos acerca al Cielo.
En el altar, la Iglesia victoriosa en el Cielo y la Iglesia militante en la tierra están unidas por la Eucaristía. La Misa no es una simple representación de un acontecimiento, sino un momento intemporal en el que nos adentramos en la eternidad, sin las restricciones normales del tiempo y el espacio. Es un eco sagrado de la armonía original que existía entre Dios y la humanidad, cuando Dios venía y caminaba con el hombre al atardecer.
Para la Iglesia, una de las tareas más urgentes hoy en día es llegar a aquellos católicos que, por cualquier razón, se han alejado de la Eucaristía. La evangelización debe comenzar por la misma Iglesia.
Si tiene un familiar o amigo que ya no practica su fe católica, considere la posibilidad de invitarlo a Misa con usted. No hay necesidad de sermonearlos ni de hacerlos sentir culpables. En cambio, podemos compartir con ellos, con humildad y honestidad, la alegría y la reconciliación que nosotros mismos hemos encontrado a través de la Eucaristía.
El Avivamiento Eucarístico, que está actualmente en marcha en toda la Iglesia de los Estados Unidos, es una oportunidad histórica y enviada por Dios para redescubrir el poder de la Eucaristía para cambiar vidas.
Este sacramento, en el que el simple pan y el vino se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, es ese pan eterno del Cielo que la humanidad ha anhelado desde la pérdida del Edén. De manera muy real, la Eucaristía es el Edén restaurado.