Es muy común que durante el Tiempo Pascual entonemos el Salmo 118 en la liturgia de la Iglesia. Es un canto de victoria que aclama la fuerza del Señor contra los opresores derrotados.
“En mi angustia aclamé al Señor, me respondió y me dio respiro”.
Históricamente este salmo era un himno litúrgico cantado por el pueblo judío mientras subían al Templo para ofrecer sacrificios al Señor en acción de gracias por una victoria. “¡Éste es el día que hizo el Señor, exultemos y gocémonos en él!”
También habría sido el himno que cantaron Jesús y los apóstoles cuando salieron del cenáculo tras la Última Cena para dirigirse al Huerto de Getsemaní y padecer su Pasión. Cuando Jesús comenzó su Pasión, cantó este himno.
La relación intrínseca que existe entre este himno de victoria y el Misterio Pascual de Jesús es muy significativa. Y si este himno está íntimamente relacionado con el Misterio Pascual, también lo está con la propia celebración de la Eucaristía, que es nuestra participación en el Misterio Pascual de Jesús.
La primera línea de este salmo dice: “¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!” Esto es lo que hacemos cuando vamos a Misa, damos gracias a Dios por su gran amor y misericordia, que nos ha dado por medio de su Hijo.
“¡Diga la casa de Israel: es eterno su amor! ¡Diga la casa de Aarón: es eterno su amor! ¡Digan los que temen al Señor: es eterno su amor!” ¡Qué hermosa reflexión sobre la Misa, en la que el amor del Señor perdura por siempre a través del memorial que hacemos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús!
Durante este tiempo de Avivamiento Eucarístico en nuestra nación, esperamos redescubrir que la celebración de la Misa es verdaderamente la fuente y cumbre de la vida cristiana. Esto significa que nuestro sacrificio de acción de gracias a Dios es lo más importante que hacemos como personas. Al enlazar cada detalle de nuestras vidas y congregarlas en una unidad, nos unimos a la entrega misma de Jesús al Padre. Si nuestra participación en la Misa es lo más importante que hacemos en nuestras vidas, entonces debemos poner todo nuestro ser en ella.
Para quienes participan en las liturgias del Triduo Pascual y en las Misas de Pascua, los días que siguen al Domingo de Resurrección suelen ser tanto de regocijo como de agotamiento. (¡Es un agotamiento del bueno!)
Probablemente lo habrán visto en sus sacerdotes, diáconos, sacristanes y todos aquellos que trabajan tan arduamente en nuestras parroquias para que las liturgias de Pascua salgan hermosas. La celebración adecuada de la Eucaristía requiere de una gran cantidad de energía y esfuerzo, ya que durante los días del Triduo nos adentramos en el Misterio Pascual de una manera única.
Pero esto no significa que sólo debamos esforzarnos en nuestra participación en la Misa durante la Semana Santa y el Triduo Pascual. Cada vez que celebramos la Eucaristía, debemos empeñarnos en participar con toda nuestra fuerza, alma, mente y corazón.
¿Qué significa participar con todo nuestro ser? En nuestro entendimiento católico, el cuerpo siempre está involucrado de alguna manera en nuestra oración. Nos sentamos, nos levantamos, nos arrodillamos, nos persignamos, mantenemos nuestras manos de determinada manera y hacemos muchos otros gestos corporales. Estas cosas ayudan a unir nuestros cuerpos y almas en oración al Señor, y comunicamos ciertas cosas a nuestros corazones y mentes mediante diferentes gestos y posturas corporales.
La participación plena también incluye que cantemos, respondamos, escuchemos las lecturas y hagamos lo posible para que nuestras mentes no divaguen. San Agustín dijo esta frase célebre: “Quien canta, reza dos veces”.
¿Tenemos que cantar bien para participar en la liturgia? No. A lo mejor nunca dirigirá el canto en su parroquia, pero todos en la iglesia pueden cantar, y el Señor quiere que lo hagamos. Es otra manera en que nosotros, como Cuerpo de Cristo, podemos estar unidos en nuestra alabanza al Padre a través de Jesús nuestro Sumo Sacerdote, en el Espíritu Santo.
Por último, la participación plena significa que ofrecemos el sacrificio junto con el sacerdote. Los que se reúnen en la Misa no son sólo espectadores o simples “receptores” del Sacramento de la Eucaristía. Los fieles ofrecen el sacrificio junto con el sacerdote que reúne nuestras oraciones e intenciones mientras ofrece el sacrificio en nuestro nombre. Nos presentamos a nosotros mismos y todo lo que nos preocupa para ser ofrecido en el altar con el pan y el vino que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo a través del ministerio del sacerdote.
Aunque es diferente al sacerdocio de un sacerdote ordenado, compartimos el sacerdocio de Jesucristo a través de nuestro bautismo. Esto significa que podemos presentar nuestras necesidades e intenciones personales y unirlas a la oración de Cristo por toda la Iglesia.
Mientras continuamos con la celebración del Tiempo Pascual y este tiempo de Avivamiento Eucarístico, esforcémonos por adentrarnos más plenamente en la celebración de cada Misa y más profundamente en el Misterio Pascual de Cristo.