Como adolescente creciendo en una familia católica, nunca tuve dudas sobre lo que tenía que hacer los domingos en la mañana. Si alguna vez me atrevía a reclamar por tener que levantarme para ir a misa los domingos, la respuesta de mis padres era la misma: “mientras vivas bajo este techo, irás a misa los domingos en la mañana”. Era algo que era parte de nuestra vida. Y punto. Era una familia católica normal. Faltar a misa no era una opción.
Sin duda que los tiempos han cambiado. En las últimas décadas, el número de católicos que asiste a misa los domingos ha disminuido considerablemente. Por suerte, la sabiduría de la Iglesia en este tema no ha cambiado y sus preceptos son tan claros como siempre. Dichos preceptos de la Iglesia tienen como fin ofrecernos las directrices mínimas necesarias para nuestra vida de oración, nuestra práctica sacramental y nuestro compromiso moral. Buscan asegurar nuestro crecimiento continuo en el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos recuerdan lo que necesitamos.
Necesitamos la Eucaristía dominical. Es el fundamento de nuestra vida como católicos. La misa es la fuente de la vida de divina de la gracia y es la cumbre de toda alabanza cristiana. Por eso es que, el primero de los preceptos católicos dice: “oír misa entera los domingos y demás fiestas de precepto y no realizar trabajos serviles.” (Catecismo de la Iglesia Católica # 2042)
Pero entonces llegó el COVID-19. A la luz de la pandemia global, los obispos de prácticamente todas las diócesis del mundo tomaron la decisión extraordinaria, aunque no sin precedentes, de suspender las misas públicas, así como la obligación de asistir a misa en el Día del Señor.
En nuestra arquidiócesis, nos vimos forzados a suspender las misas públicas por varios meses, debido a la amenaza de las infecciones y la necesidad de detener los contagios frente a un virus mortal. Los sacerdotes continuaron ofreciendo el sacrificio de la misa de manera privada. Muchas de estas misas fueron transmitidas por internet, y a los fieles se les recomendó hacer un acto de comunión espiritual dado que no podían recibir la Santa Comunión sacramentalmente. Muchos de nuestros sacerdotes han mostrado una creatividad extraordinaria, durante este tiempo extraordinario, ofreciendo este ministerio y otras provisiones pastorales a sus feligreses. Toda misa renueva el sacrificio del Calvario por la salvación del mundo entero y, por ello, tiene un valor infinito aun cuando es celebrada en privado por el sacerdote.
Al tiempo que fuimos conociendo más sobre el virus y sus contagios, decidimos reanudar las celebraciones públicas de la misa a finales del mes de mayo, y lo hicimos tomando las debidas precauciones para que todos estuvieran seguros. El distanciamiento social, el desinfectar manos, bancas y superficies se hizo parte de nuestra rutina. El limitar nuestros contactos físicos y el uso de cubre bocas se hicieron parte de nuestra nueva normalidad. Todos estos pasos se tomaron con el propósito de lograr que aquellos que se encuentran sanos y cuya salud no está comprometida, tuvieran la confianza de regresar a misa de manera segura.
Las personas han respondido de manera distinta a los riesgos de esta pandemia. Algunos incluso niegan que existan algún peligro, ignoran las precauciones y se ponen en riesgo de infectare ellos mismos y a los demás. Otros, se muestran más precavidos, aun cuando quisieran volver a la normalidad. Esto debido a su propia vulnerabilidad o la vulnerabilidad de alguien que cuidan o vive con ellos. Otros han tomado un punto medio, volviendo de manera prudente a la normalidad de su ritmo de vida, al tiempo que toman precauciones razonables para proteger su salud personal y la de los demás.
Las directrices que hemos establecido en la arquidiócesis para los servicios públicos buscan proteger la salud y la seguridad de todos aquellos que participan en la celebración de la misa. Muchos han vuelto a participar en la misa dominical. Muchos, sin embargo, no han regresado. Mi preocupación principal es que muchos probablemente no han regresado a misa simplemente porque se han salido de la rutina de asistir a misa los domingos. Quizá el ver la misa en la televisión sentado en el sofá y mientras se disfruta de un rico café, se ha convertido en la nueva rutina del domingo en la mañana. Algunos quizá no han vuelto debido a un miedo sin fundamento de infección, aun cuando hay probablemente más riesgo de contagiarse asistiendo a un restaurante.
A menos que la persona tenga una razón legítima para no asistir a misa los domingos (riesgo de salud personal o de otra persona vulnerable), la dispensa temporal para no asistir a misa lo domingos no debería ser la excusa para no asistir por completo. Necesitamos la misa en nuestras vidas. Necesitamos los sacramentos.
El domingo es el Día del Señor. Dado que es el Día de la Resurrección, es un día diferente a todos los demás días de la semana, y debe ser tratado como tal. Y esto incluye, por supuesto, la obligación de ir a misa.
Nuestra participación en la misa dominical da testimonio de nuestra pertenencia y fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Debido a que la Eucaristía dominical es un compromiso importante con Dios, con nuestros hermanos y con nuestro propio bien espiritual, todos aquellos que no participan en ella sin una razón seria tal como una enfermedad personal o de alguien cercano, darán cuenta de ello ante Dios.
Nuestra cultura secular ha denigrado el aspecto sagrado del domingo. Considera el domingo como cualquier otro día de trabajo. Parece que uno de los dogmas de esta cultura secular es: el tiempo es oro. Sin embargo, la visión católica es distinta. El tiempo es sagrado. Dios ha santificado el tiempo por medio de su creación y redención. Al mantener el Día del Señor como sagrado, reconocemos esta verdad. El Domingo es el día sagrado por excelencia. Depende de nosotros como cristianos, como familias cristianas y como Iglesia, el recuperar la reverencia especial que merece el Día del Señor. Vamos a Misa.