El misterio de la Cruz ya arroja su sombra incluso mientras concluimos la temporada Navideña. Muy poco después del nacimiento de Jesús, José se vio obligado a huir con su joven familia debido a las amenazas asesinas del rey Herodes. La Sagrada Familia hizo el difícil viaje a Egipto como inmigrantes que buscaban asilo en una tierra extranjera donde permanecieron hasta que les fue posible regresar (Mt 2: 13-15).
La historia de la Sagrada Familia, el Pueblo Elegido, la experiencia de la Iglesia y la historia de nuestra nación comparten esta característica similar: hemos sido un pueblo itinerante, y a menudo nos encontramos como desconocidos en un país extranjero, un pueblo peregrino.
Nuestro legado de inmigrantes es una de las características distintivas de nuestra experiencia e identidad estadounidense.
En los últimos años, sin embargo, el gran volumen de inmigrantes indocumentados y nuestra respuesta a este fenómeno se han convertido en algunos de los temas más desafiantes y divisivos de nuestra época. Nos desafían a lidiar con esta situación de una manera justa y compasiva. Pero la inmigración y la migración de personas no son exclusivas de la experiencia estadounidense.
La migración es un fenómeno global. En todos los continentes, la gente está en movimiento. A veces, los migrantes abandonan voluntariamente su tierra natal en busca de nuevas oportunidades y mejores futuros, como muchos de nuestros antepasados que vinieron a América. A menudo, sin embargo, se ven obligados a huir porque han sido desplazados por desastres naturales, guerras, persecución religiosa, opresión política y pobreza extrema. Desafortunadamente, los desafíos muy reales que se derivan de estos movimientos masivos de personas a menudo son vistos principalmente como preocupaciones políticas más que desde las perspectivas de la solidaridad humana y el Evangelio.
Perdemos fácilmente de vista el rostro humano de estos migrantes, refugiados y solicitantes de asilo. En el mensaje del Papa Francisco para la 104a. Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que se celebrará el domingo 14 de enero, escribe: “Cada forastero que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica con el extranjero acogido o rechazado en cualquier época de la historia (cf. Mt 25,35.43). A cada ser humano que se ve obligado a dejar su patria en busca de un futuro mejor, el Señor lo confía al amor maternal de la Iglesia.”
Uno de los subproductos más perturbadores de este movimiento masivo de personas es el fenómeno de la trata de personas. A veces, como resultado del rapto y el secuestro, las personas son vendidas como esclavas a la prostitución, se convierten en objetos de pornografía y contrabandistas. También se ven obligadas a trabajar en talleres clandestinos sin ninguna esperanza de obtener su libertad. Los traficantes que se hacen pasar por agentes de adopción secuestran, compran y venden a niños a padres adoptivos desprevenidos.
Muy a menudo las personas que están desesperadas por emigrar para encontrar trabajo o para reunirse con sus familias se convierten en blanco de traficantes o "coyotes" que los explotan mediante la extorsión y los abandonan a menudo en desiertos, mar o en otros entornos hostiles. Lamentablemente, las victimas más vulnerables de la trata de personas son las mujeres y los niños.
Cuando consideramos la dignidad de cada una de estas personas y el tremendo potencial humano que aportan para contribuir al bien común, nos corresponde a nosotros, como católicos y como estadounidenses, trabajar por una reforma justa y comprensiva de nuestro sistema de inmigración.
Sin duda es necesario para asegurar y proteger nuestras fronteras de los intrusos hostiles y el acceso ilegal. Pero no es suficiente. También nos conviene proporcionar los medios adecuados de acceso legal para aquellos inmigrantes que buscan trabajos que de otro modo no podrían cubrirse o para reunirse con familiares que ya están aquí legalmente.
Es en el mejor interés de todos, que estos inmigrantes y refugiados sean recibidos y acogidos con respeto, protegidos de la explotación, que su dignidad sea salvaguardada y promovida para que puedan alcanzar su pleno potencial humano. Y que se integren plenamente en la sociedad en lugar de dejarlos en las sombras y los márgenes.
Como nación, hemos sido ricamente bendecidos de muchas maneras. En consecuencia, tenemos el deber moral de ser generosos al darles la bienvenida a aquellos migrantes, refugiados y solicitantes de asilo que se ven obligados por circunstancias difíciles a abandonar sus países de origen; como lo fueron la Sagrada Familia.
Si nuestra gran nación no proporciona los medios adecuados de acceso legal para los migrantes, disminuimos nuestra grandeza y contribuimos involuntariamente a la continua explotación por traficantes inescrupulosos de estos hombres, mujeres y niños desesperados. ¡Podemos mejorar!