Hay gente que prefiere la educación católica por muchas razones. Algunas familias la eligen por su excelencia académica y otras la eligen por la comunidad tan unida. Hay quienes la escogen para que sus hijos sean educados conforme a pautas morales que fomenten la virtud.
La mayoría de las familias la eligen porque les ayuda a formar a sus hijos en la fe católica y así cumplir las promesas que hicieron por sus hijos en el Bautismo, devolviendo a Dios lo que Él les dio.
Aunque todas estas razones para elegir la educación católica son buenas, realmente las escuelas católicas existen por esta última razón – ayudar a los padres en la formación de su hijo, al niño en su totalidad: cuerpo, mente y alma para que sea capaz de conocer, amar y servir a Dios.
Todos los niños empiezan a buscar la verdad a partir de la edad de la razón, normalmente alrededor de los 6 o 7 años, y a lo largo de esos primeros años la curiosidad natural y el deseo de aprender son importantísimos. Cualquiera que tenga un hijo de 4 años puede dar fe de ello cuando recuerda la cantidad de preguntas de “por qué” hay que responder.
La mayoría de las formas de educación en todo el mundo han incluido lo que se conoce como las siete artes liberales como base del sistema educativo que utilizan. Podemos atribuir a la Iglesia Católica, concretamente a las órdenes de monjes de la Edad Media, el mérito de revivir el proceso de los antiguos griegos de buscar la verdad y la razón en el mundo que les rodeaba y de transmitir el conocimiento de una generación a otra de manera formal.
Inicialmente sólo estaba al alcance de las clases adineradas y dominantes, pero la educación formal evolucionó hasta convertirse en el sistema universitario y, más tarde, en escuelas para niños más pequeños. En Estados Unidos, la educación católica y las escuelas parroquiales se crearon para ayudar a los padres de familia en la superación de los prejuicios religiosos, la persecución y para garantizar que la fe se transmitiera a los niños de acuerdo con la enseñanza católica.
Los ancestros antes de la llegada de Jesús – al tiempo que reconocían una filosofía implícita como punto de partida de la razón humana que se fundía tanto lógica como éticamente hacia la justa razón – no pudieron alcanzar los niveles superiores de conocimiento que buscaban. ¿Por qué? Porque Dios aún no había enviado a su Hijo como su Verbo encarnado.
Sin la revelación que viene a través de Jesús, la razón natural no puede alcanzar los niveles superiores de conocimiento que la mente busca.
En sus escritos, san Pablo, san Agustín y más tarde, con más detalle, santo Tomás de Aquino y otros ilustraron estas verdades examinando las buenas obras de los ancestros y dándose cuenta de que la barrera era una comprensión inadecuada de lo que es la verdad, y la revelación de que la verdad no es una cosa, sino una persona.
En uno de los discursos de la Última Cena, Jesús le dice a Tomás: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí”. Esto requiere fe y conlleva algo más que el entendimiento de las cosas espirituales; ofrece una comprensión de todo el mundo creado por Dios.
Las obras de estos numerosos santos y eruditos han sido en gran parte responsables de la comprensión por parte de la Iglesia de lo que se conoce como la Tradición Intelectual Católica – las contribuciones y la influencia mutua tanto de la fe como de la razón para utilizarlas en la educación y en la vida.
Muchos papas han enseñado en este sentido. San Juan Pablo II ilustró la importancia de esta relación en nuestro mundo y tiempo actual, en su encíclica Fides et Ratio (Sobre la relación entre la fe y la razón). Debemos buscar la comprensión mediante el uso de la razón, buscando una verdad que nos trascienda.
En ésta nos recuerda: “Pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios”.
La educación de los jóvenes no puede alcanzar su pleno potencial sin hacer referencia a Dios, Creador y Redentor. Desde principios del siglo XIX se han escrito diecisiete encíclicas sobre la educación católica.
El Espíritu Santo está tratando de llamar nuestra atención, desea que nos demos cuenta del valor de las almas jóvenes que buscan la verdad, que buscan a Dios. Dejemos que los niños vengan a Él. María, Sede de la Sabiduría, ruega por nosotros.