En el 2007, después de un sínodo de obispos, el papa Benedicto XVI escribió una exhortación apostólica para toda la Iglesia sobre el tema de la Eucaristía. En esa exhortación escribe: “La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las mismas palabras Corpus Christi el Cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo”. (Sacramentum Caritatis, 15)
En estas palabras el Santo Padre nos recuerda que, en definitiva, el misterio de la Encarnación, la Sagrada Eucaristía y la santa Iglesia Católica es un solo misterio – el Cuerpo de Cristo. No se trata de una mera extravagancia teológica, sino de una verdad profunda y sorprendente de nuestra fe. Si pemitimos que esta verdad penetre en nuestros corazones, no sólo impactará en nuestra forma de acercarnos a la celebración de la Misa, sino también a la realidad de la Iglesia misma.
En nuestro mundo, que con frecuencia piensa exclusivamente en términos sociológicos o políticos, esta profunda verdad nos libera de caer en la trampa de aplicar esa misma lógica a la Iglesia.
La Iglesia no es un mero organismo de la sociedad, un agregado de personas o grupos de personas, sino que es el Cuerpo de Cristo. La Iglesia no debe sucumbir a las ideologías actuales, porque está por encima de ellas, ya que es una con Cristo, Verbo eterno del Padre.
No se trata de una idea nueva, sino, como dice Benedicto, de una forma de expresarse desde los primeros tiempos de la Iglesia. Podemos rastrear esta idea hasta el siglo I, en los escritos de san Pablo: “Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan”. (1 Cor 10,16-17)
La Eucaristía, no es sólo una celebración posterior de la comunidad que hemos formado por nuestra cuenta, sino que es la acción divina la que transforma no solo las especies sagradas sino a la misma asamblea reunida. No es tanto que la Iglesia haga la Eucaristía, sino que la Eucaristía hace la Iglesia.
Es bajo esta luz que la inclusión de la Sagrada Eucaristía entre los sacramentos de iniciación tiene una mayor claridad. En el bautismo, somos adoptados por el Padre, incorporados (ver la palabra corpus, cuerpo, aquí) en el Cuerpo de Cristo y por ello constituidos coherederos de Cristo y miembros de su Iglesia. Es en la Sagrada Eucaristía donde este hecho se renueva tan poderosamente, no en el sentido de que se haya convertido en algo obsoleto, sino en el sentido en que se nos vuelve a presentar el Misterio Pascual en la Santa Misa.
El papa san Juan Pablo II lo expresó con gran belleza cuando escribió: “Nuestra unión con Cristo… hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo”. (Ecclesia de Eucharistia, 23)
Somos uno con el otro porque somos uno con Él. La unidad de la Iglesia es Cristo, y no una realidad social o política que provocamos con nuestra acción. En la sumisión a Cristo y a su señorío, encontramos la comunión con el Cuerpo eclesial de Cristo.
Por lo tanto, es imposible exagerar la necesidad de la Sagrada Eucaristía en la vida de la Iglesia – es la vida, o mejor dicho, el vivir de la Iglesia.
La Iglesia nace en la Sagrada Eucaristía. El centro de la vida de la Iglesia – universal, diocesana y paroquial – es la celebración de la Eucaristía los domingos. Es en domingo, primer y octavo día de la creación, día de la resurrección, día del Señor, que la Santa Iglesia de Dios se reúne para renovarse en el Santo Sacrificio de la Misa.
El centro de la vida de la Iglesia no es lo que hacemos antes o después de la Eucaristía dominical. Su Santidad, el papa Francisco, lo expresó de forma conmovedora en una carta apostólica reciente: “No hay ningún aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culmen y su fuente en ella. La pastoral de conjunto, orgánica, integrada, más que ser el resultado de la elaboración de complicados programas, es la consecuencia de situar la celebración eucarística dominical, fundamento de la comunión, en el centro de la vida de la comunidad”. (Desiderio Desideravi, 37)
Es la eucaristía dominical la que da existencia a la Iglesia. El misterio ofrecido en el altar se extiende en la vida de los fieles a todas las áreas y ámbitos de la vida cotidiana.
En estos años de Avivamiento Eucarístico, renovamos nuestro reconocimiento, no sólo de la maravilla de la Presencia Real, sino de todo el misterio eucarístico por el que se nos representa una y otra vez el sacrificio pascual de Cristo. No sólo recordamos este misterio, sino que nos transformamos para encarnarlo.
El misterio que se celebra se completa cuando se vive. La Encarnación no sólo se prolonga en el tiempo a través de las especies sagradas sobre el altar, sino también ante el altar en la Iglesia reunida en las bancas. Esta comunión sacramental nos permite ser una presencia diferente entre las ideologías de hoy, con frecuencia rasgadas por la ideología y el conflicto.
Es mi plegaria que en este Avivamiento Eucarístico veamos la unidad entre la comunión del altar y la comunión de la Iglesia y, que al ver esta unidad, la recibamos.