Dentro de los relatos evangélicos de la Transfiguración de Jesús hay una instrucción muy clara, que en ocasiones se pasa por alto. Cuando bajaban del monte, con la mente aún deslumbrada por lo que habían presenciado, Jesús les ordenó a Pedro, Santiago y Juan que no le contaran a nadie de la experiencia “hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.
La Escritura cuenta que los discípulos se preguntaban entre ellos qué podía significar resucitar de entre los muertos.
La Resurrección de Jesús es el acontecimiento más impresionante e inesperado de la historia de la humanidad. Como resultado, había muy pocos puntos de referencia por los que los discípulos de Jesús, o la Iglesia primitiva, pudieran captar el significado del sepulcro vacío.
Algunos judíos creían en una resurrección de los justos en el último día, pero se trataba de una esperanza remota, desconectada en su mayor parte de la realidad de nuestras breves vidas en esta tierra. Más que una resurrección, los primeros testigos del sepulcro vacío asumieron que el cuerpo del Señor simplemente había sido trasladado. Los adversarios incrédulos difundieron la historia de que el cuerpo del Señor había sido robado por sus discípulos. La muerte, suponía la mayoría, siempre tiene la última palabra.
La sorprendente aparición del Resucitado a sus discípulos en la Pascua revela la victoria de la vida sobre la muerte y la liberación de nuestra esclavitud al pecado.
Irrumpiendo sobre la humanidad como el amanecer, la fe – nacida del acontecimiento de Pascua – nos da una nueva luz con la que podemos ver, juzgar y comprender todo. Gracias a la Muerte y Resurrección de Jesús, nuestras vidas no tienen por qué terminar en la tristeza de la muerte. Fuimos creados y redimidos para una gloria sin fin.
Al igual que los discípulos, desalentados y fatigados, necesitaban un encuentro con Cristo resucitado para confirmar y reforzar su fe, también nosotros necesitamos un destello de su gloria, para no desanimarnos. La Iglesia de hoy, azotada por los vientos contrarios de una cultura cada vez más adversa a la fe, necesita momentos de encuentro con el Señor resucitado.
Pero ¿cómo es posible vivir y permanecer arraigado en una fe tan firme, una fe pascual? Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura.
Lucas cuenta que, dos días después de la muerte de Jesús, dos de sus desalentados discípulos se encontraron con un desconocido mientras caminaban abatidos y desconsolados lejos de Jerusalén. El desconocido caminó con ellos y les preguntó por el motivo de su aflicción y desaliento.
Mientras los escuchaba por el camino, les iba descifrando las Escrituras a la vez que les explicaba el significado de los impactantes acontecimientos que habían vivido en Jerusalén. Al acercarse a la aldea de Emaús, invitaron al desconocido a quedarse con ellos esa noche. Mientras estaban sentados a la mesa, bendijo y partió el pan para ellos. En ese momento, se les abrieron los ojos y reconocieron al Señor.
El encuentro con el Resucitado en la fracción del pan – la Eucaristía – los transformó, confirmándolos en la fe.
La Eucaristía es el umbral sagrado por el que nos deslizamos fuera del encierro habitual del tiempo y entramos en el misterio imperecedero y glorioso de la Resurrección. La Misa es un adelanto de la eternidad revestida en un ritual. Es la presencia sacramental real del Sumo Sacerdote eterno, Jesucristo, oculta bajo las humildes apariencias del pan y el vino.
Mientras seguimos celebrando este tiempo llena de gracia del Avivamiento Eucarístico durante este tiempo de Pascua, que la gloria de la Pascua haga arder nuestro corazón como ardió el corazón de aquellos discípulos que encontraron al Resucitado en el camino a Emaús.
Sobre todo, que lo encontremos, a través de la fe, en la fuente y culmen de nuestra vida cristiana: la Sagrada Eucaristía.