by Luis Soto, Subdirector Ejecutivo del Secretariado de Evangelización y Catequesis
Cuando nació mi primer hijo, mi esposa y yo teníamos que tomar una decisión. Yo soy de México y mi esposa es de Venezuela, así que el idioma que hablamos primeramente en casa es el español, pero debíamos decidir el idioma en que íbamos a hablar a nuestros hijos.
Tomamos la decisión que yo le hablaría en inglés y que mi esposa le hablaría exclusivamente en español. Es verdaderamente sorprendente cómo nos ha funcionado la estrategia. Nuestro hijo tiene algo así como un “chip” en su cerebro.
Si me está viendo a mí, habla en inglés, pero si está viendo a su mamá hablará en español. No importa en dónde se encuentre o qué otras personas estén presentes. Español será el idioma que saldrá de su boca cuando habla con su mamá. Nos ha funcionado bien, es totalmente bilingüe y nos llena de orgullo que así sea. A fin de cuentas, el ser bilingüe es un valor, no algo negativo.
Sin embargo, esta realidad bilingüe no era parte de nuestra vida como católicos. Durante sus primeros años asistíamos casi exclusivamente a la misa en español, aprendió sus oraciones en español y, a la edad de 5 años, asistía al grupo de educación religiosa de Kindergarten en español también. Cada noche, antes de dormir, yo hacía las oraciones con él en español. Normalmente yo decía algo y el repetía después de mí. Algunas veces él improvisaba y esas eran las mejores de todas las oraciones.
Una noche, cuando mi hijo tenía 5 años, decidí cambiar la estrategia y comencé mi oración en inglés. Me puse de rodillas. Y comencé diciendo, “In the name of the Father, and of the Son, and of the Holy Spirit". Con una mirada extrañada se persignó y repetía con cuidado cada palabra que yo decía.
Junté las manos; él hizo lo mismo. Y dije, "Our Father, Who art in heaven ...," y él repetía. Después de un momento se detuvo, mi miró y dijo, en inglés: “Papi, eso es inglés, y estamos haciendo oración, la oración es en español”, y se rio a carcajadas por el “error” de su papi.
Como padre, mis prioridades principales son la educación de mis hijos y la vida de mi familia. Así que su reacción me dejó pensando por días, y ahora por años. ¿Cuál es mi expectativa última en la educación de mis hijos? ¿Cómo puedo saber si he cumplido mi misión como padre? ¿Ser padre es solo proveerles comida, ropa, educación, dispositivos, etc.? ¿He cumplido con mi misión si mi hijo o hija se gradúa de la escuela o la universidad? ¿Me sentiré satisfecho si se hacen ricos? ¿Qué es, a final de cuentas, aquello que me dirá si hice un buen trabajo como padre?
Aún cuando creo que todas estas cosas son importantes, estoy convencido que mi primera misión como padre es que mis hijos alcancen la santidad. No solo que sean hombres y mujeres de bien, como el hombre rico del evangelio (Mt 19, 16-22), quien era bueno, sino que sean santos – santos hijos, santos amigos, santos profesionales, santos sacerdotes o religiosos, santos esposos o esposas, santos padres, etc. – santos en cada aspecto de su vida. En pocas palabras, que vayan al cielo y vivan en amistad eterna con Dios.
Quiero estar con ellos en el cielo para siempre. Mi amor y preocupación por ellos va más allá de este mundo. No solo me importa su felicidad terrena, sino también su vida eterna.
Pero ¿qué tiene esto que ver con la oración que hacía con mi hijo? La experiencia de mi oración con él me mostró una realidad diaria que viven miles, incluso millones, de personas. Es claro que perdemos católicos generación tras generación, particularmente católicos hispanos.
El grupo religioso de más rápido crecimiento entre los hispanos son los “nones”, los que no están afiliados a ningún grupo religioso, personas que no creen en nada. Entre los hispanos, este grupo crece más rápido que en cualquier otro grupo étnico o racial, incluyendo entre los católicos blancos. Se estima que el 21 por ciento de los hispanos se consideran “nones”, cuando en 1990 eran solo el 3 por ciento.
En el ministerio hispano de los Estados Unidos hemos insistido en usar exclusivamente el español en todo lo que hacemos, incluso en los programas de educación religiosa infantil y pastoral juvenil. Muchas veces funciona. Pero sin duda creo que, si mis hijos crecen sin saber como rezar, vivir y explicar su fe en inglés, y piensan que su fe – la fe heredada por sus padres – no puede ser compartida con el resto de la sociedad en el idioma que usan a diario, la perderán. Esto pasa todos los días y seguirá sucediendo, a menos que evaluemos y cambiemos nuestras formas.
Ya sea que me gusté o no, y debido a una decisión que hice en mi vida, el primer idioma de mis hijos es, y será, el inglés. Hablarán inglés la mayor parte de su vida. Lo usarán para comunicarse con sus amigos, en su trabajo, en la escuela, etc. Si mis hijos piensan que la fe católica es algo que solo puede ser experimentado en español y en la privacidad de nuestro hogar, la dejarán atrás el día que pongan un pie fuera de mi casa. Sin duda seguirán participando en algunas celebraciones tradicionales, pero no por fe ni por convicción, sino solo por tradición.
Si lo que quiero es que mis hijos alcancen la santidad, tengo que asegurarme que su fe sea parte de su toda su vida. Por lo tanto, deben poder practicarla y expresarla en inglés también. La fe es mucho más que una expresión cultural. Si quiero que mis hijos sean santos y vivan su fe católica, debe poder vivirla, expresarla y defenderla en su primer idioma.
Podemos orar, alabar y dar gracias a Dios en inglés también. Gracias al cielo que ¡Dios entiende todos los idiomas!