Este es el tiempo en que las parroquias y las familias de todo el mundo celebran la Primera Comunión. Es hermoso poder ver a los niños dirigirse solemnemente hacia el altar con sus atuendos especiales para recibir este precioso sacramento. No importa el nerviosismo que puedan reflejar estos niños, reconocemos su sinceridad y emoción al participar por primera vez en este misterio.
Cada niño que se prepara para la Primera Comunión aprende las palabras que Jesús les dijo a sus apóstoles en la Última Cena: “Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo” … “Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre”. Estas palabras dirigidas a sus apóstoles son la fuente de nuestra doctrina más preciada: La transformación del pan y el vino en el propio Cuerpo y Sangre de Jesús, su Presencia Real entre nosotros.
El nombre técnico que conocemos para este cambio se llama transubstanciación.
Esta doctrina, y nuestra defensa de la misma, ha superado el paso del tiempo. La Iglesia ha celebrado esta transformación divina a pesar de la incomprensión y las objeciones de quienes no creen ni comparten nuestra fe.
Las palabras de institución dichas por Jesús en la Última Cena son el núcleo de esta doctrina perpetua. Porque si no es la verdadera presencia de Jesús en nosotros, entonces ¿qué recibimos? Si esta transformación no tiene como resultado la presencia de Jesús, entonces ¿qué es lo que nos ofrece Jesús? La respuesta ha sido siempre la misma. Jesús ofrece a sus apóstoles su verdadero Cuerpo y Sangre. El impactante realismo de esta doctrina se expresa claramente en el sermón sobre el Pan de la Vida en Juan 6,51-58.
Jesús les prometió a sus apóstoles su presencia permanente y les dijo que continuaran haciendo esto “en conmemoración mía”. A lo largo de tantos siglos en la vida de la Iglesia y en toda la historia de los católicos en Oklahoma, hemos celebrado sus palabras y hemos aceptado su don. El pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este es el don de la Eucaristía.
Pero hay otra transformación, una segunda promesa entrelazada con la primera. De hecho, la primera transformación se produce para que pueda producirse la segunda. La segunda transformación es la que nos mantiene fieles generación tras generación. Esto es, recibimos el Cuerpo de Cristo para que nos convirtamos en el Cuerpo de Cristo. Al recibir todo lo que Jesús nos ofrece, nos convertimos en la presencia real de Jesús en el mundo.
Para muchos, esto no significa nada. Por ejemplo, en nuestro homenaje al Beato Stanley Rother, honramos su testimonio porque su vida fue ofrecida imitando el sacrificio de Jesús. Su martirio es un testimonio de la presencia de Cristo entre el pueblo de Santiago, Atitlán y entre nosotros.
Asimismo, cuando reconocemos a una abuela que aguanta la carga de una familia con problemas, sabemos que ella entiende que sus sacrificios están unidos a la entrega de la vida de Cristo por los demás.
Pero solemos olvidar el establecer una conexión con lo que celebramos en el altar. La transformación que Jesús nos ofrece une toda nuestra vida al sufrimiento y la entrega de Cristo en la cruz. No sólo debemos asemejarnos a Cristo en nuestra caridad y nuestra paciencia, sino también en nuestros sufrimientos y afanes, en nuestro deseo de orar y en la carga de nuestros pesares. Todos ellos se transforman en el don salvífico de Jesús por nosotros.
Durante la liturgia, el pan y el vino son llevados por el pasillo hasta el altar. Son trasladados a través de la congregación y colocados sobre el altar para ser transformados. Esta procesión tiene un gran significado. Es la demostración de que lo que allí se ofrece es el pan de cada día y el vino de nuestra vida.
Cuando decimos ‘amén’ al Cuerpo y la Sangre de Cristo en el momento de la comunión, estamos recibiendo lo que acabamos de ofrecer, pero transformado en la Presencia Real de Cristo.
Cuando el pan y el vino se colocan sobre el altar, cada parte de nuestra vida está siendo ofrecida para ser transformada. Si cargamos con un pesar cuando vamos a Misa, este se transforma ante la presencia de Jesús en nuestras vidas. El gozo y la gratitud que experimentamos toman lugar al momento en el que Jesús reside en nosotros. Recordar el angustioso diagnóstico en una consulta con el médico o evocar las crueles palabras en casa, también se convierten en lugares donde Jesús está presente.
Aquí se produce la segunda transformación. El pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de modo que al recibir a Cristo, toda nuestra vida se convierte en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Presencia Real entre nosotros.
El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece una imagen maravillosa al respecto en el párrafo #1368: “En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres”.
La Iglesia se hace semejante a Cristo al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Se transforma en la Presencia Real de Jesús.
Ir a Misa y comulgar es algo más que sólo cumplir con un deber. Lo hacemos para asemejarnos a Cristo. Cada parte de nuestra vida debe convertirse en un medio para que Cristo se haga presente en el mundo. Nuestras vidas mundanas cotidianas y todas las ocupaciones que contienen se convierten en un don para el mundo entero. Una vez que decimos ‘amén’, no hay nada más poderoso que esta transformación.
Si Cristo está presente en nuestras vidas, nada se interpone en nuestro camino para llevarlo a todo el mundo.