No hay nada más alentador para un católico que participar en una gran celebración de la Eucaristía.
Por ejemplo, si estuviste en la beatificación del beato Stanley Rother, cuando nos reunimos más de 15,000 personas en el Centro de Convenciones Cox y celebramos la Misa juntos, sabes que fue inolvidable. Rezamos juntos en varios idiomas, cantamos juntos la liturgia que todos conocemos perfectamente y disfrutamos juntos de la presencia de los demás en este gran momento histórico.
Lo recordaré como uno de los capítulos más destacados de la historia de la Iglesia en Oklahoma y como el acontecimiento más sobresaliente, hasta ahora, de mi ministerio como arzobispo de Oklahoma City.
Y sin embargo, cuando nos reunimos en la iglesia misionera más humilde de la más pequeña de nuestras parroquias, o cuando somos pocos los que nos reunimos en la Misa diaria, el misterioso esplendor de nuestra celebración no es menor.
Más allá de los detalles y la grandeza de los grandes momentos, existe la gran promesa que celebramos en cada Misa, en todas partes. Cuando nos reunimos y decimos “amén” al don de Cristo, Él está entre nosotros.
Esta es la gran herencia que recibimos como parte de nuestra vida en la Iglesia. Cuando celebramos la Eucaristía, celebramos la Presencia Real de Jesús con nosotros.
Desde luego, hay ocasiones en que recordamos nuestra debilidad de fe cuando miramos la hostia que recibimos y el cáliz que se nos ofrece. Pero también conocemos el poder de la verdad de lo que se nos ofrece. Cada uno de nosotros ha sido introducido en el misterio de la Presencia Real. Sabemos cuán poderoso y conmovedor es esto. Es el gran don del sacramento.
Pero también es el gran don de la vida. La presencia de nuestros padres es evidente para nosotros, incluso cuando han fallecido. Quien se ha enamorado conoce el don de la presencia del ser amado, incluso cuando está lejos. La misteriosa promesa de la Presencia es real para nosotros aunque no la veamos ni la experimentemos directamente.
Ya sea en los hechos cotidianos de nuestra experiencia, o en la bendita verdad de la Eucaristía, el misterio de la presencia se nos hace evidente. Esto lo expresó de forma muy peculiar un profesor del seminario al mencionar una vez que a los niños de la clase de Primera Comunión con frecuencia les cuesta más trabajo creer que una hostia es un trozo de pan que ¡el Cuerpo de Cristo!
Fuera de broma, celebramos lo que se nos ofrece, la presencia de Cristo entrando en nuestras vidas.
Esta es la grandeza del Sacramento de la Eucaristía.
La promesa de Jesús en la Última Cena es que estamos invitados a recibir lo que Él ofrece. Su ofrenda es más sorprendente de lo que podríamos entender a la primera. En el mundo judío de Jesús, no había distinción entre una persona y el cuerpo de una persona. Cuando Jesús dijo: “Tomen y coman todos de él, porque este es mi Cuerpo”, los discípulos oyeron su intención: “Tomen esto: este soy yo”.
El mandato de Jesús es: “¡Recíbeme!”
La medida oculta de la Eucaristía es su impacto transformador en nuestras vidas. Acercarnos al altar para comulgar no es nuestra recompensa por una vida bien vivida, es nuestra manera de cooperar con Jesús para mantener viva su presencia en el mundo.
Cuando decimos “sí” a la ofrenda del Cuerpo y la Sangre de Cristo, acogemos la presencia de Cristo en nuestras vidas. Nuestras acciones, nuestras decisiones, nuestro trabajo se convierten en la continuación de la presencia de Jesús en el mundo.
Lo sabemos implícitamente cuando observamos el mundo en su desolación. Cuando vemos a los hambrientos sin pan, no esperamos a que los ángeles desciendan del Cielo para darles de comer. Eso es algo que debemos hacer nosotros. Cuando nos encontramos con niños y otras personas con poca o ninguna fe, no esperamos que la sabiduría del catecismo se derrame de repente en las mentes de ellos. Se necesitan profesores y catequistas que den vida a las palabras del Evangelio con su testimonio.
En un mundo en el que una persona desgarra a otra en una serie de venganzas y remordimientos, las estatuas de los santos no saltan de sus nichos para promover el perdón. Nosotros lo hacemos. En nuestras vidas, con nuestro trabajo, en nuestras decisiones e intenciones, nos convertimos en la presencia de Cristo en el mundo.
Este es el reto para nosotros. Es fácil decir “amén” a lo que se nos ofrece. Es aún más fácil estar satisfechos con lo que hemos recibido. Pero regresar del altar con el don de la propia presencia de Jesús en nosotros, exige que también abramos el regalo que se nos ha dado y lo convirtamos en parte de nuestro vivir. Cuando lo hacemos, sabemos, y el mundo lo sabe, que a través de la Eucaristía Jesús está realmente presente.
Si Cristo no se hace presente en el mundo a través de nosotros, ¿dónde lo encontrarán? Tenemos la Sagrada Escritura, los Sacramentos y la Iglesia, pero todos ellos son medios por los que se nos ofrece la presencia de Cristo. En la medida en que somos transformados, Jesús se hace realidad aquí mismo, en los rincones y contextos de nuestros vecindarios y familias. Recibimos a Jesús para que Jesús se haga presente en nosotros para el mundo.
Este año nos centramos en el Avivamiento Eucarístico. Podemos incluir este tema en nuestro cumplimiento de la Cuaresma abriendo el regalo de Jesús realmente presente en nosotros, y el reto de dar a conocer a Jesús en las partes cotidianas de nuestras vidas. Para reavivar el poder de la Eucaristía en nuestras vidas, sólo tenemos que vivir lo que recibimos, el Cuerpo de Cristo.
Cuando lo hagamos, el mundo entero conocerá la verdad de Su Presencia.